Artículo publicado en El Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly el 8 de octubre de de 2017.
En
esta semana posreferéndum muchos profesores de Derecho Constitucional nos hemos
sentido un poco pitonisos porque no hemos parado de responder preguntas que nos
hacían los medios de prensa y los amigos sobre qué va a pasar con el desafío
independentista catalán y cómo debería afrontarlo el Estado. Así que le hemos
dado vueltas a las distintas soluciones técnicas para responder a una
declaración unilateral de independencia, que se pueden reducir a tres opciones:
recurrirla ante el Tribunal Constitucional (como propone el PSOE), usar el
artículo 155 de la Constitución para intervenir la Generalitat y convocar
elecciones (Ciudadanos) y aplicar la Ley de Seguridad Nacional (como parece que
prefiere el PP). En cualquier caso, se produzca esa declaración o no, lo cierto
es que se está difundiendo la idea de que una vez que se haya restablecido el
orden constitucional en Cataluña (bien de grado o por fuerza) se hace necesario
afrontar una reforma de la Constitución para modernizar el Estado autonómico y
lograr una aceptable integración de Cataluña y de todos los demás territorios
de España durante otros cuarenta años.
Como
especialista en Derecho Constitucional encantado de tener la oportunidad
histórica de asistir a un proceso de reforma constitucional, no voy a ser yo el
que diga que la Constitución del 78 tal y como está -o con un par de retoques-
podría seguir cumpliendo perfectamente su función de integración a poco que los
actores políticos le demostraran algo de afecto y lealtad, como sucede con la
Constitución de Estados Unidos de 1787, la más antigua constitución del mundo,
que no se reforma desde 1992. No, como explicó hace casi un siglo el sociólogo
William Thomas, lo que las personas consideran real es real en sus
consecuencias y ya buena parte de la clase política y de la opinión pública
considera que es necesario una reforma en serio de la Constitución. Pongámonos,
entonces, manos a la obra; discutamos, por ejemplo, si la propuesta del PSOE de
subir un grado la autonomía para instaurar un Estado federal en el que se
defina a España como una nación de naciones tendría la capacidad de integrar a
los nacionalistas catalanes y vascos, sin afectar al mismo tiempo a la igualdad
de los ciudadanos; o si, por el contrario, sería solo una bomba de relojería
colocada en el centro mismo de nuestro sistema normativo.
Pero
antes de empezar esta discusión sobre lo que sería conveniente introducir en la
Constitución, me parece muy útil echar un vistazo a nuestro pasado y ver
algunos errores que convendría evitar. Para mí, que el primer error de los
constituyentes fue no realizar ellos mismos el mapa autonómico y dejar
perfectamente configurado en la Constitución de 1978 el reparto territorial del
poder político. Escribo “error” porque no se me ocurre otra palabra mejor y
quizás al utilizarla estoy siendo injusto con los padres constituyentes, que no
pudieron hacer otra cosa. Digamos que uso “error” en un sentido técnico, sin el
más mínimo reproche, simplemente para señalar que al no fijar
constitucionalmente cuáles serían las Comunidades Autónomas y cuáles serían sus
competencias, sino que diseñaron distintos procedimientos para que las
nacionalidades y regiones accedieran a la autonomía, originaron un proceso de emulación
permanente, de no quedarse detrás del vecino, que ha llevado a la reforma
continua de los Estatutos de Autonomía con un perverso efecto centrífugo. Por
tanto, páctese el Estado federal, la mención especial a Cataluña en una
disposición adicional (como ya tienen el País Vasco, Navarra y Canarias) o
cualquiera otra fórmula de las que los partidos o los especialistas han
propuesto, pero que sea una fórmula cerrada, no un compromiso para abrir una segunda ronda de negociaciones
particulares entre cada Comunidad y el Estado poco después de aprobar la
reforma constitucional, que ya sabemos
que solo lleva a la insatisfacción permanente porque unos quieren ser más y los
otros no quieren ser menos. Páctese algo que podamos votar todos los españoles
y no una patada adelante (perdón, quería decir un compromiso apócrifo).
Podría
seguir el desarrollo lógico para abordar otros errores (como el hecho de que no
haya un quórum mínimo de participación para aprobar los referendos, o que no
esté constitucionalizado el recurso previo contra los Estatutos que vayan a ser
refrendados por los ciudadanos) pero prefiero concentrarme en un tema más
concreto sobre el que me han preguntado bastantes amigos: ¿debería el Estado
recuperar las competencias de educación? La pregunta, lógicamente, lleva
implícita la idea de que la Generalitat ha usado esa competencia para difundir
el nacionalismo entre los jóvenes. Pero me temo que la respuesta no puede ser
afirmativa porque va contra la lógica federal, no ya porque si estamos pensando
un nuevo pacto constitucional es para darle más competencias a las Comunidades
y no menos, sino porque en todos los Estados federales del mundo la enseñanza
está en manos de los entes subestatales. Tampoco parece muy viable crear una
red de colegios estatales paralela a la autonómica, como permitía la
Constitución republicana de 1931. ¿Entonces no hay solución para evitar el
adoctrinamiento en los colegios públicos?
A mi juicio, sí caben diversas soluciones, empezando por una que sé
polémica: España debería de importar
el sistema danés (un país tan admirado por tirios y troyanos) de cheque
escolar, de tal forma que fueran los padres los que recibieran directamente de
los poderes públicos la financiación de sus hijos y así podrían elegir el
centro, público o privado, que consideraran más adecuado para la educación de
sus hijos. Siempre la libertad individual es un buen remedio contra la tiranía -real
o supuesta- colectivista.
Comentarios
Pienso que no se habría llegado a esta situación sectaria que se aplica con mayor o menor dimensión en todas las comunidades.
Un abrazo. Emilio Gómez-Villalva B.