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LA RENQUEANTE INDEPENDENCIA DEL GOBIERNO DEL PODER JUDICIAL

Artículo publicado en el ANUARIO JOLY ANDALUCÍA,  abril de 2018.



            El mes de enero de cada año ofrece siempre una colección de informes sobre los más variados temas políticos, económicos y sociales, en los que se compara España con otros Estados democráticos. En el ámbito concreto de la Justicia,  el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa ha publicado su informe anual de 2017  en el que la posición de España no es especialmente favorable: el Grupo considera que la lucha contra la corrupción en nuestro país es “globalmente insatisfactoria” porque de las once recomendaciones que en años anteriores hizo el Grupo, España solo cumple parcialmente siete mientras que las otras cuatro “no las cumple en absoluto”.  El informe llama la atención sobre la escasa autonomía del Ministerio Fiscal, el politizado sistema de selección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial y la ausencia de criterios objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura.

            Nihil novum sub sole, podemos decir con el rey Salomón -y con algo de pedantería- los lectores del Informe porque esas son las muy conocidas debilidades de un Poder Judicial que la Constitución señala categóricamente que se compone de jueces “independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”.  Es más, inspirándose en Francia, Italia y Portugal, la Constitución creó el Consejo General del Poder Judicial con la sana intención de atribuirle las competencias de gobierno de los jueces que históricamente había desempeñado el Ministerio de Justicia, muy especialmente el régimen de ascensos y traslados y la potestad disciplinaria. Las primeras Cortes constitucionales se aprestaron con  celeridad a instaurarlo, tanto que en enero de 1980 ya habían aprobado su Ley Orgánica con una composición muy acorde con el tenor literal de la Constitución: doce jueces y magistrados elegidos por ellos mismos y ocho juristas elegidos, mitad y mitad, por el Congreso y el Senado. En mayo ya se habían celebrado las elecciones y en octubre estaba funcionando el Consejo y eligiendo a su propio presidente, Federico Sainz de Robles.

            Como los doce jueces y el presidente pertenecían a la Asociación Profesional de la Magistratura, de tendencia conservadora, el Consejo no tuvo especial sintonía con el Gobierno socialista elegido en 1982 y este tuvo la idea de cambiar esa situación cambiando la forma de elegir a los jueces: en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1985 se estableció que esos jueces serían elegidos por las Cortes Generales. El PP no solo votó en contra, sino que recurrió la Ley ante el Constitucional, el cual en su  beatífica sentencia 108/1986 consideró que el nuevo sistema no era inconstitucional porque la Constitución solo decía que serían elegidos “entre los jueces”, pero añadió que sí la violaría  si los partidos se repartían por cuotas esos puestos.  Y a los partidos les faltó tiempo para, desde entonces, repartirse por cuotas los cargos, de tal forma que cuando el PSOE ha tenido mayoría en las Cortes, el Consejo tenía una mayoría progresista y cuando ha gobernado el PP, conservadora. Y automáticamente esas mayorías han tenido reflejo en todos los  cargos que ha nombrado el Consejo: magistrados del Supremo, presidentes de la Audiencia Nacional, de los tribunales superiores, etc. Eso sí, el PP no ha olvidado llevar en cada programa electoral la reforma del Consejo para volver al sistema original, aunque después múltiples problemas nunca explicados le han impedido realizarla y los cambios que se han hecho han sido cosméticos, de pequeñas modificaciones en la forma de elección como los realizados por la Ley Orgánica 4/2013, pero nunca han afectado al núcleo: tanto los doce jueces del Consejo como los ocho juristas son elegidos por las Cortes.
                       
            Si seguimos con nuestros latines podríamos ahora recordar a Séneca y preguntarnos retóricamente cui prodest? Evidentemente, el sistema de elección parlamentaria de todos los miembros del Consejo beneficia a los dos grandes partidos que han extendido sus tentáculos más allá de lo que permite la separación de poderes que consagra la Constitución, hasta el extremo de reunirse los dos líderes del PSOE y del PP  -estoy pensando en Zapatero y Rajoy en 2008- para pactar y anunciar sin ningún pudor quien iba a ser el nuevo presidente del Consejo. Pero también beneficia a algunos jueces que se han prestado a ese juego y han visto que sus méritos jurisdiccionales eran recompensados mucho más allá de lo que estrictamente le correspondería. Y aquí debe añadirse otro sutil mecanismo legal que erosiona la independencia judicial y la separación de poderes, en lo que considero un fraude constitucional y que espero que el GRECO señale en su próximo informe: el sistema de pasarelas para que los jueces puedan dedicarse a la política y luego volver a la judicatura, es más si en un principio el juez que se pasaba a la política quedaba en situación de excedencia, en  2011 se cambió la LOPJ para convertir esa situación (con carácter retroactivo) en servicios especiales. Es decir, para que los años dedicados a la política le cuenten en su currículum  judicial exactamente igual que si hubiera estado dictando sentencias.


            Así las cosas, cumplir con la Constitución para reforzar la independencia del Poder Judicial es mucho más fácil que corregir otros problemas crónicos de la Justicia española, como es el retraso en la tramitación de los pleitos.  Para ello basta con un par de modificaciones en la LOPJ, una para ordenar que los jueces que quieran participar en política deberán abandonar la judicatura (como sucede con los militares) y otra para volver al sistema de elección por los propios jueces de los doce vocales judiciales del Consejo. Con una matización, en 1980 se diseñó inadecuadamente lo que Ortega y Gasset llamaba “un mísero detalle técnico”: el sistema electoral, porque se optó por un sistema mayoritario que dio lugar a que los doce jueces y magistrados elegidos por sus compañeros pertenecieran todos a la APM, sin representación de las otras dos candidaturas. Para representar mejor la pluralidad ideológica, o simplemente las distintas concepciones profesionales, de la carrera judicial sería conveniente que se estableciera el sistema electoral proporcional. Claro que, antes de estas soluciones legales, hace falta una voluntad previa: la de los políticos de abandonar un ámbito en el que hoy por hoy mandan mucho más de lo que debieran.



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