Artículo publicado en EL PAÍS el 2 de septiembre de 2019
En
pocos asuntos constitucionales hay tanta unanimidad entre los especialistas del
Derecho público como en la crítica del uso y abuso que hacen los gobiernos españoles
del decreto ley, a pesar de que está previsto en la Constitución como un
instrumento normativo excepcional, que solo puede usarse en casos de
extraordinaria y urgente necesidad. Por eso, no insistiré aquí en la quiebra de
la separación de poderes que supone su uso continuo ni en cómo debilita los
derechos de los grupos políticos minoritarios y de los propios ciudadanos, que
ven cómo desaparece un procedimiento con luz y taquígrafos (en la frase feliz
de Antonio Maura) sustituido por una decisión tomada en las siempre opacas reuniones
del Consejo de Ministros. Vamos a centrarnos en buscar las razones por las que los gobiernos ocupan el
espacio reservado a las Cortes.
Si empezamos
por lo que dicen nuestros propios gobernantes, siempre son razones dignas de
compartirse, muy especialmente las crisis económicas y sociales que obligan a
soluciones expeditivas. ¿Quién puede criticar, por ejemplo, un decreto ley de medidas
urgentes para paliar los daños causados por un temporal? ¿Y otro que pretenda
mejorar la investigación tras los severos recortes de los años de crisis?
También es muy socorrido apelar a nuestras obligaciones europeas: más de una
vez los gobiernos alegan que solo mediante decretos leyes se pueden trasponer a
tiempo las directivas, a pesar de los generosos plazos que éstas dan para ello. Además, siempre aparecen razones coyunturales: en la
anterior legislatura, el Gobierno de Sánchez encontró una razón de peso para
legislar mediante decreto ley en el filibusterismo institucional que
practicaban el PP y Ciudadanos desde la Mesa del Congreso.
Pero
si se tiene en cuenta que hasta 2015 los decretos leyes representaron el 30% de
toda la legislación y el doble a partir de entonces, no cabe más remedio que
pensar en otras razones no tan
altruistas y sí mucho más relacionadas con la voluntad de poder que tenemos los
humanos y contra la que se inventaron todos los frenos del Estado de Derecho.
Dicho llanamente y dejando para otra ocasión citas de Locke, Montesquieu y Acton:
es el deseo de ponerse medallas lo que impulsa el uso frecuente del decreto
ley. Los ministros de turno quieren ser ellos los que decidan, libres de los
engorrosos trámites parlamentarios. Es más, cuanto más popular sea una medida,
más probabilidad hay de que se adopte por decreto ley, como demuestra que la
Ley de Protección Civil no contenga una regulación general de las catástrofes
que evite el decreto ley caso a caso. Los “viernes sociales” del gobierno
socialista y sus seis decretos leyes ratifican esta conclusión. Como además en España, hoy por hoy, no
tenemos buenos frenos contra su abuso -lamentablemente el Tribunal
Constitucional se ha mostrado ineficaz- solo cabe augurar un brillante futuro al decreto ley.
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