El 26 de enero de 1980 EL PAÍS informaba de un pacto entre la UCD y el PSOE para
nombrar a los primeros magistrados del Tribunal Constitucional. Aunque podría
lamentarse que en él no participaran los nacionalistas catalanes y vascos, no
se podía discutir que el elenco de nombres era de altísimo nivel: Gloria Begué,
Luis Diez Picazo, Manuel Díez de Velasco, Francisco Rubio Llorente, Francisco
Tomás y Valiente, etc. Todos ellos enseguida demostraron que, además, eran
independientes: el 3 de julio de ese mismo 1980, en lugar de elegir presidente
al tapado del Gobierno, el
mercantilista Aureliano Menéndez, eligieron a Manuel García Pelayo, el gran
maestro exiliado del constitucionalismo español. Durante cierto tiempo, se
mantuvo ese espíritu de la transición de
creer en la separación de poderes y buscar personal ilustres para los cargos
institucionales, tanto que cuando en noviembre de 1982 Gregorio Peces-Barba fue
elegido Presidente del Congreso con el apoyo de todos los grupos
parlamentarios, se declaró “no votante” y se esmeró en realizar sus funciones
con independencia e imparcialidad.
La
Transición queda hoy muy lejos y su espíritu se perdió en la niebla de la
Historia, de tal manera que los partidos han colonizado las instituciones
llenándolas de personas fieles y, en ocasiones, con una trayectoria profesional
distante de la excelencia que caracterizó a los primeros nombramientos, hasta
el punto de que en 2013 el pleno del Tribunal Constitucional casi niega la
“idoneidad” del nombramiento de un magistrado que había designado el Gobierno
del PP. Desde el Tribunal Constitucional hacia abajo, hasta llegar a puestos
tan aparentemente técnicos como los presidentes de las autoridades portuarias,
se amontonan los ejemplos de nombramientos cuya característica principal -y a
veces única- es la obediencia ciega a los mandatos del partido que lo nombró.
Por eso, no ha producido extrañeza que, en los apenas tres meses de legislatura
que llevamos, la Presidenta del Congreso haya tenido tiempo de demostrar que
actúa en plena sintonía con los intereses del PP, hasta el punto de que el PSOE
y Podemos han pensado en presentar una moción de reprobación contra ella.
Todo
esto es de sobra conocido, pero lo que no se sabía -o al menos yo no me había
dado cuenta- es que esa colonización sectaria de las instituciones había
llegado hasta el interior de los propios partidos, como se ha visto en la
crisis del PSOE y muy especialmente en su semana de pasión, donde se buscaba un
“hombre bueno” que pudiera mediar entre las partes con el mismo éxito que tuvo
Diógenes en Atenas. Evidentemente, los factores que han llevado a esa crisis
son múltiples, desde la diversa concepción sobre la posición que debe ocupar el
PSOE en la política española (que para entendernos llamaremos centro-izquierda
e izquierda-izquierda) hasta afectos y desafectos personales, pasando por
diferencias tácticas sobre la investidura. Sin embargo, el bochornoso y
lamentable -en calificación del propio Javier Fernández- espectáculo del sábado tenso se produjo porque la Mesa
encargada de dirigir los debates no tenía ninguna auctoritas sobre los miembros del Comité Federal. Lejos de ser un
Peces-Barba, con el prestigio suficiente para organizar con imparcialidad los
debates, Verónica Pérez era una secundaria sin autonomía real para decidir por
sí misma. Es muy revelador de su intrascendencia que Sánchez solo desistiera de
la votación exprés que montó cuando Josep Borrell se lo reprochó.
Previamente,
los otros dos mecanismos institucionales de solución de conflictos que tiene el
PSOE habían mostrado también sus limitaciones: ni la presidencia del Partido ni
la Comisión Federal de Ética y Garantías pudieron realizar las funciones
arbitrales que le encomiendan los Estatutos porque las personas que ocupaban
esos puestos no habían sido elegidas por
sus cualidades, sino por sus lealtades y, lógicamente, en un momento de crisis
actuaron -sin vocación para inmolarse como Thomas Moro- según la lógica
subyacente de los que los nombraron y no la del puesto que ocupaban. Por eso,
Micaela Navarro no manifestó un criterio propio, como en tiempos pasados
hiciera el gran Ramón Rubiales, sino que se limitó a dimitir como una más de los vocales de la Comisión
Ejecutiva y, por eso, los cinco miembros
de la Comisión de Garantías estaban perfectamente alineados: tres críticos y
dos oficialistas, que al controlar la convocatoria de la Comisión la
pospusieron para no quedar en minoría.
Así
las cosas, en el PSOE hay muchas heridas que coser -según el verbo de moda que
utilizan sus líderes- y algunos debates ideológicos y estratégicos que
realizar. Después de esas urgencias, creo que también deberían de pensar sobre
las ventajas que produce tomarse en serio las instituciones arbitrales y se animen
a elegir personalidades que no parezcan
el eco de aquel ínclito rector que, para mostrar su lealtad a Fernando VII,
dijo aquello de: “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”. Se hizo en la
Transición y es posible volver a hacerlo ahora en la renovación.
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