Artículo publicado en el Diario de Cádiz y los otros ocho periódicos del Grupo Joly, domingo, 7 de septiembre de 2008. VERSIÓN COMPLETA, la abreviada puede consultarse en: Granada Hoy
El gran Jeremías Bentham teorizó en el siglo XIX sobre las dos perspectivas que puede adoptar el jurista en relación con la ley, la del expositor que cuenta lo que la ley dice y la del censor que señala sus fallos y propone su reforma. Desde que aprendemos en primero de carrera esta elemental diferencia, casi todos los juristas en activo adoptamos siempre que podemos la muy elegante segunda perspectiva, criticando con pasión los muchos y muy deficientes errores de nuestras leyes. Así, el Código Penal “de la democracia” ha sido tan vapuleado por la doctrina que he tenido ocasión de asistir a una brillante conferencia de uno de sus propios padres intelectuales cuyo tema central no era otro que... criticar el nuevo Código.
Por eso, no es extraño que desde su aprobación en 1995 el Código Penal lleve ya veintimuchas reformas, que a su vez son criticadas con la misma pasión por la doctrina, a veces incluso por decir lo que un grupo de autores pensaba que debía de decir. A nadie de nuestro mundillo le puede sorprender, por tanto, que se critique la nueva Ley Orgánica 3/2007 que reforma los delitos contra la seguridad vial y convierte en delito el hecho objetivo de conducir con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0'60 miligramos por litro. No son pocos los juristas que comparten con José María Aznar y muchos particulares una opinión del siguiente tenor: se criminaliza una conducta “convertida por nuestra cultura en un acto social y que relega a verdaderos estados de ruina personal a quien haya acudido a una simple celebración y tenga la desgracia de ser pillado con el estricto índice legal".
Ahora bien, si esta frase puede incluirse en un sesudo estudio académico, en una reunión con vinateros o en una intrascendente columna de opinión sin quebrantar ninguna norma jurídica, simplemente afrontando el riesgo de que alguien critique al crítico, otra cosa sucede cuando quien hace este juicio de valor es un juez en una sentencia, como ha hecho el titular del Juzgado de lo Penal núm. 1 de Granada: es una clara vulneración del ordenamiento jurídico porque la función del juez es aplicar la ley, no criticarla. En las sentencias no hay espacio para el censor y sí para el expositor; como también aprendimos en nuestros años de estudiantes: el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley (Montesquieu), el juez garantiza la seguridad jurídica (Jefferson), el juez está sometido al imperio de la ley (art. 117 de la Constitución), etc. Rotundamente lo expresa el propio Código Penal: El juez acudirá al Gobierno para exponer la conveniencia de la derogación o modificación de una ley “sin perjuicio de ejecutar desde luego la sentencia, cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resulte penada una acción u omisión que, a su juicio no debiera serlo, o cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo” (art. 4). Como ciudadano y experto en Derecho, el juez puede opinar sobre el artículo 379 del Código Penal lo que estime conveniente, pero como juzgador que ejerce el poder judicial del Estado tiene que aplicarlo a los casos que se le presenten o bien, si considera que es contrario a nuestra Constitución, dirigirse al Tribunal Constitucional para que lo expulse del ordenamiento jurídico.
La sentencia del Juzgado número 1 no se limita a criticar la tipificación del delito contra la seguridad vial y los controles de alcoholemia que hacen las fuerzas de seguridad, sino que acaba absolviendo al acusado. Para llegar a este punto, no invoca su conciencia personal como hacía aquel juez de familia -también granadino- que en los años ochenta negaba el divorcio porque era contrario al Derecho Natural prevalente, según él, sobre el humano Código Civil; sino que se apoya en la Constitución para hacer un sutil razonamiento jurídico: el artículo 14 de la Constitución garantiza la igualdad y el Código Penal prohíbe conducir bajo el efecto tanto del alcohol como de las drogas; por consiguiente, el hecho de que abunden los controles de alcoholemia y sean inexistentes los de droga supone una violación de la igualdad. Y si la policía viola la igualdad, el juez tiene que absolver.
Por lo que veo en los foros de internet, el argumento cuenta con bastante apoyo social, pero intuitivamente es fácil imaginar que debe ser incorrecto en algún punto pues conduce al absurdo de no poder condenar a casi nadie ya que prácticamente en cualquier proceso penal se podría alegar que la policía persigue a unos delincuentes más que a otros, incumpliendo así la igualdad: los acusados de fraude fiscal serían absueltos ya que las estadísticas demuestran que las inspecciones se concentran en las grandes empresas mientras que apenas se investigan las pequeñas; como el delito contra la seguridad en el trabajo no se persigue aisladamente sino solo cuando se produce muerte o lesión del trabajador, habría que declarar inocente a cualquier acusado de este delito, etc. Lógicamente, una vez admitido el argumento de la comparación entre delitos, no hay razón para no aplicarlo a otras situaciones. Así, por ejemplo, podría argumentarse que para respetar la igualdad habría que absolver a los acusados pertenecientes a grupos étnicos minoritarios (como los gitanos) que estén sobre representados en las cárceles hasta que el porcentaje de presos de esa minoría fuera igual al de su porcentaje en la sociedad. En fin, que podríamos decir como en la nueva película de Michael Moore: ¡Todos a la calle!.
En fecha tan temprana como en junio de 1982 el Tribunal Constitucional tuvo que afrontar este argumento de por que a mí sí y a mi vecino no y lo resolvió de la única forma razonable: no existe un derecho a la igualdad en la ilegalidad pues la comparación “ha de ser dentro de la legalidad, y sólo ante situaciones idénticas que sean conformes al ordenamiento jurídico, pero nunca fuera de la legalidad" (STC 37/1982, de 16 de junio). Doctrina luego repetida en un buen número de sentencias: nadie puede pretender su impunidad por el hecho de que otros hayan resultado impunes, pues cada “cual responde de su propia conducta penalmente ilícita con independencia de lo que ocurra con otros” (STC 17/1984, de 7 de febrero); la falta de sanciones en otros casos en nada afecta a la corrección de las sanciones efectivamente impuestas, porque “a estos efectos sólo importa si la conducta sancionada era o no merecedora de dicha sanción” (STC 157/1996, de 15 de octubre); no puede ser en ningún caso criterio relevante el de la impunidad penal de otros “sino únicamente la adecuación de dicha resolución a los derechos fundamentales que rigen la imposición de sanciones en este ámbito" (STC 88/2003, de 19 de mayo), etc.
Por todo ello y por algunos motivos más en los que ahora no me detengo (como considerar que la prueba de alcoholemia sólo será válida si se acompaña de otra de consumo de estupefacientes, lo que viola el principio de legalidad penal) me parece que el futuro de la sentencia del Juzgado de lo Penal núm. 1 debe ser su anulación por la Audiencia de Granada, como el de otras tres sentencias similares que al parecer su señoría ha dictado ya, siempre criticando la “inquina persecutoria de los obsesivos controles de alcoholemia”. Admitamos que el Director General de Tráfico y sus subordinados tengan inquina y obsesión contra los bebedores, admitamos que se equivocan no poniendo el mismo número de controles antidroga que anti alcohol, como reflejan algunas pruebas piloto que se hicieron el año pasado en las que se pudo advertir que mientras el 8% de los conductores había tomado algún estupefaciente, sólo el 3% habían consumido alcohol. Admitamos todo eso. Y después de admitirlo, no queda más remedio que agregar que ninguno de esos motivos es suficiente para absolver a un conductor con una tasa de alcohol en el aire de más de 0'60 mg/l; por mucho que el juez que deba resolver el caso pueda tener inquina personal contra los molestos controles de alcoholemia, que algo tendrán que ver con el descenso del número de muertos en las carreteras de los últimos años.
Por eso, no es extraño que desde su aprobación en 1995 el Código Penal lleve ya veintimuchas reformas, que a su vez son criticadas con la misma pasión por la doctrina, a veces incluso por decir lo que un grupo de autores pensaba que debía de decir. A nadie de nuestro mundillo le puede sorprender, por tanto, que se critique la nueva Ley Orgánica 3/2007 que reforma los delitos contra la seguridad vial y convierte en delito el hecho objetivo de conducir con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0'60 miligramos por litro. No son pocos los juristas que comparten con José María Aznar y muchos particulares una opinión del siguiente tenor: se criminaliza una conducta “convertida por nuestra cultura en un acto social y que relega a verdaderos estados de ruina personal a quien haya acudido a una simple celebración y tenga la desgracia de ser pillado con el estricto índice legal".
Ahora bien, si esta frase puede incluirse en un sesudo estudio académico, en una reunión con vinateros o en una intrascendente columna de opinión sin quebrantar ninguna norma jurídica, simplemente afrontando el riesgo de que alguien critique al crítico, otra cosa sucede cuando quien hace este juicio de valor es un juez en una sentencia, como ha hecho el titular del Juzgado de lo Penal núm. 1 de Granada: es una clara vulneración del ordenamiento jurídico porque la función del juez es aplicar la ley, no criticarla. En las sentencias no hay espacio para el censor y sí para el expositor; como también aprendimos en nuestros años de estudiantes: el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley (Montesquieu), el juez garantiza la seguridad jurídica (Jefferson), el juez está sometido al imperio de la ley (art. 117 de la Constitución), etc. Rotundamente lo expresa el propio Código Penal: El juez acudirá al Gobierno para exponer la conveniencia de la derogación o modificación de una ley “sin perjuicio de ejecutar desde luego la sentencia, cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resulte penada una acción u omisión que, a su juicio no debiera serlo, o cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo” (art. 4). Como ciudadano y experto en Derecho, el juez puede opinar sobre el artículo 379 del Código Penal lo que estime conveniente, pero como juzgador que ejerce el poder judicial del Estado tiene que aplicarlo a los casos que se le presenten o bien, si considera que es contrario a nuestra Constitución, dirigirse al Tribunal Constitucional para que lo expulse del ordenamiento jurídico.
La sentencia del Juzgado número 1 no se limita a criticar la tipificación del delito contra la seguridad vial y los controles de alcoholemia que hacen las fuerzas de seguridad, sino que acaba absolviendo al acusado. Para llegar a este punto, no invoca su conciencia personal como hacía aquel juez de familia -también granadino- que en los años ochenta negaba el divorcio porque era contrario al Derecho Natural prevalente, según él, sobre el humano Código Civil; sino que se apoya en la Constitución para hacer un sutil razonamiento jurídico: el artículo 14 de la Constitución garantiza la igualdad y el Código Penal prohíbe conducir bajo el efecto tanto del alcohol como de las drogas; por consiguiente, el hecho de que abunden los controles de alcoholemia y sean inexistentes los de droga supone una violación de la igualdad. Y si la policía viola la igualdad, el juez tiene que absolver.
Por lo que veo en los foros de internet, el argumento cuenta con bastante apoyo social, pero intuitivamente es fácil imaginar que debe ser incorrecto en algún punto pues conduce al absurdo de no poder condenar a casi nadie ya que prácticamente en cualquier proceso penal se podría alegar que la policía persigue a unos delincuentes más que a otros, incumpliendo así la igualdad: los acusados de fraude fiscal serían absueltos ya que las estadísticas demuestran que las inspecciones se concentran en las grandes empresas mientras que apenas se investigan las pequeñas; como el delito contra la seguridad en el trabajo no se persigue aisladamente sino solo cuando se produce muerte o lesión del trabajador, habría que declarar inocente a cualquier acusado de este delito, etc. Lógicamente, una vez admitido el argumento de la comparación entre delitos, no hay razón para no aplicarlo a otras situaciones. Así, por ejemplo, podría argumentarse que para respetar la igualdad habría que absolver a los acusados pertenecientes a grupos étnicos minoritarios (como los gitanos) que estén sobre representados en las cárceles hasta que el porcentaje de presos de esa minoría fuera igual al de su porcentaje en la sociedad. En fin, que podríamos decir como en la nueva película de Michael Moore: ¡Todos a la calle!.
En fecha tan temprana como en junio de 1982 el Tribunal Constitucional tuvo que afrontar este argumento de por que a mí sí y a mi vecino no y lo resolvió de la única forma razonable: no existe un derecho a la igualdad en la ilegalidad pues la comparación “ha de ser dentro de la legalidad, y sólo ante situaciones idénticas que sean conformes al ordenamiento jurídico, pero nunca fuera de la legalidad" (STC 37/1982, de 16 de junio). Doctrina luego repetida en un buen número de sentencias: nadie puede pretender su impunidad por el hecho de que otros hayan resultado impunes, pues cada “cual responde de su propia conducta penalmente ilícita con independencia de lo que ocurra con otros” (STC 17/1984, de 7 de febrero); la falta de sanciones en otros casos en nada afecta a la corrección de las sanciones efectivamente impuestas, porque “a estos efectos sólo importa si la conducta sancionada era o no merecedora de dicha sanción” (STC 157/1996, de 15 de octubre); no puede ser en ningún caso criterio relevante el de la impunidad penal de otros “sino únicamente la adecuación de dicha resolución a los derechos fundamentales que rigen la imposición de sanciones en este ámbito" (STC 88/2003, de 19 de mayo), etc.
Por todo ello y por algunos motivos más en los que ahora no me detengo (como considerar que la prueba de alcoholemia sólo será válida si se acompaña de otra de consumo de estupefacientes, lo que viola el principio de legalidad penal) me parece que el futuro de la sentencia del Juzgado de lo Penal núm. 1 debe ser su anulación por la Audiencia de Granada, como el de otras tres sentencias similares que al parecer su señoría ha dictado ya, siempre criticando la “inquina persecutoria de los obsesivos controles de alcoholemia”. Admitamos que el Director General de Tráfico y sus subordinados tengan inquina y obsesión contra los bebedores, admitamos que se equivocan no poniendo el mismo número de controles antidroga que anti alcohol, como reflejan algunas pruebas piloto que se hicieron el año pasado en las que se pudo advertir que mientras el 8% de los conductores había tomado algún estupefaciente, sólo el 3% habían consumido alcohol. Admitamos todo eso. Y después de admitirlo, no queda más remedio que agregar que ninguno de esos motivos es suficiente para absolver a un conductor con una tasa de alcohol en el aire de más de 0'60 mg/l; por mucho que el juez que deba resolver el caso pueda tener inquina personal contra los molestos controles de alcoholemia, que algo tendrán que ver con el descenso del número de muertos en las carreteras de los últimos años.
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