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Mi tío Benito


         A sus ochenta y ocho años, mi tío Benito se ha ido definitivamente a descansar al Mediterráneo, donde se bañaba casi a diario hasta no hace muchos meses. Esa vitalidad le acompañó siempre en la aparente vida tranquila de un humilde emigrante alpujarreño en Barcelona atareado -junto a mi tía Gracia- en sacar adelante una familia de cinco hijos. Así, mientras se ganaba el sustento trabajando primero de  paleta y luego de representante de materiales de construcción, tuvo fuerzas y tiempo para darse a sí mismo una sólida educación humanista y aficionarse a la pintura, a mi juicio con bastante acierto: durante buena parte de mi adolescencia estuve un punto menos que enamorado de una joven vendedora de manzanas -more Julio Romero de Torres- que él había pintado al óleo y que presidia el salón de nuestra casa. 

Le debo muchas cosas a mi tío, físicas y espirituales. Todavía anda rodando por mi casa un atlas universal de la editorial Aguilar que me regaló cuando empecé el bachillerato, aquel bachillerato infinito de seis años. Además de serme fundamental para estudiar la difícil Geografía, sus mapas me hacían soñar con viajar a los países más remotos siguiendo los pasos del Capitán Trueno, un gusanillo que todavía me acompaña. Y gracias a mi tío disfruté de la brillante y vital -la vitalidad, siempre la vitalidad- prosa de Víctor Hugo en “Los miserables” y “Nuestra Señora de París”, novelas publicadas en la venerable Biblioteca Oro de la editorial Molino. Muchos años después me descubrió un autor al que yo nunca me habría acercado, dada su malísima prensa: Alberto Vázquez-Figueroa ¡Y cómo disfruté con sus novelas de aventuras! Por deberle, hasta le debo cierta reforma urgente que tuve que hacer en mi primera casa para la que me prestó generosamente una importante suma de pesetas.


También ruedan por mi casa sus cartas en las que entre noticias familiares deslizaba atinados consejos, especialmente en un par de momentos difíciles de mi vida. Y en mi cabeza ruedan muchas de sus conversaciones, siempre amenas y divertidas en las que analizaba la realidad con ese ácido humor granadino que no debe confundirse con la áspera y antipática malafollá. De él aprendí que es mejor tomarse las cosas con calma y desapego, imaginándonoslas en la distancia. Gracias a ese pequeño truco psicológico he podido pasar con relativa tranquilidad por algunos momentos amargos que, vistos de cerca, parecían de grandísima importancia y pasado el tiempo apenas merecen considerarse tachuelas despuntadas en el camino. También me ha servido para tomar la decisión acertada en varias ocasiones en las que no sabía que opción elegir, aunque todavía me duele no haber seguido esa regla cuando estando de alumno de un curso de verano de la Universidad de Sevilla en los años ochenta me fui a oír al conferenciante que nos tocaba -del que no recuerdo ni el nombre- y me perdí a Jorge Luis Borges que intervenía a la misma hora en un aula próxima.

Ya no podré volver a visitar los restaurantes marítimos de Premiá para disfrutar viendo cómo mi tío se las apañaba para comer con elegancia antigua pescaditos fritos, sin ni siquiera aflojarse el nudo de la corbata. Pero su sonrisa inteligente me acompañará siempre, lo mismo que las risas doloridas de mis primos contando anécdotas familiares en el almuerzo de despida al que me invitaron el miércoles. ¡Qué disfrutes de tu inagotable Mediterráneo, querido tío Benito! ¡Qué sigáis disfrutando de vuestros recuerdos en común, primillos!

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Que bonito! Así será.
Me lo imagino sonriendo y haciendo un gesto para quitarle peso a tus palabras.
Gracias primo.
Cristina

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