Artículo publicado en el ANUARIO JOLY ANDALUCÍA, junio de 2017.
El
13 de abril de 2016, poco después de las nueve de la mañana, pasé por una calle
del centro de Granada que en esos momentos estaba cortada por la policía, con
la lógica curiosidad de no pocos transeúntes. Por un momento pensé en alguna
redada contra el terrorismo islamista, en la línea de otras que se habían
realizado por mi ciudad y sus alrededores en los últimos tiempos. Pero un
paseante, mejor informado que yo, me aclaró lo que sucedía: unos policías de la
famosa UDEF (Unidad de Delincuencia Económica y Financiera) estaban registrando
el piso de nuestro alcalde, José Torres Hurtado. ¿Y para eso era necesario
acordonar el edificio con más de diez policías? ¿No era suficiente con llamar
al timbre de su vivienda y apostar a un par de agentes en la puerta? Dado lo aparatoso de los medios desplegados,
lógicamente entre la multitud de curiosos no faltaban los periodistas, ni las
cámaras de televisión, ni los micrófonos
de radio, que en vivo y en directo informaban de un registro que se prolongó
más de tres horas. Seguro que todos
tenemos grabada en nuestra retina actuaciones similares a esta -comenzando por
la icónica imagen de Rodrigo Rato acogotado- en la que lo menos que se puede
decir es que la policía actuó de una forma desproporcionada y nada discreta.
Este
tipo de actuaciones policiales, seguidas de filtraciones de los sumarios,
retransmisiones de entradas y salidas de los juzgados y otras situaciones
similares que se vienen produciendo desde hace muchos años, han originado una gran preocupación en ciertos medios
jurídicos, incluido el Tribunal
Constitucional, que han considerado que
habría que garantizar mejor los derechos de las personas investigadas. Para
responder a esta preocupación, las
Cortes de la mayoría absoluta del PP aprobaron dos leyes, cuyos títulos ya son
bastante reveladores y que fueron saludadas por la prensa como el “fin de la
pena de telediario”: la Ley Orgánica
13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
para el fortalecimiento de las garantías procesales y la Ley 41/2015, de 5 de
octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la
agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías
procesales. Por eso, en clara respuesta
a las detenciones televisadas, podemos leer ahora en la primera ley que “La
detención y la prisión provisional deberán practicarse en la forma que menos
perjudique al detenido o preso en su persona, reputación y patrimonio. Quienes
acuerden la medida y los encargados de practicarla así como de los traslados
ulteriores, velarán por los derechos constitucionales al honor, intimidad e
imagen de aquéllos, con respeto al derecho fundamental a la libertad de
información”.
Así
las leyes, que incluso han sustituido el desprestigiado “imputado” por los más asépticos
“investigado” y “encausado”, muy poco más se puede hacer en el plano
legislativo para erradicar la pena de telediario sin dañar el derecho a la
información. No creo que, como a veces se ha argumentado, se pueda prohibir la
difusión de noticias judiciales o crear cualquier otro mecanismo legal para
evitar los juicios paralelos, como demuestra la jurisprudencia del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos desde su sentencia Sunday Times de 1979. Por eso, desde esa perspectiva de garantía de
los derechos de los investigados, ya solo nos queda discutir -y de vez en
cuando, quejarnos como en la detención del alcalde granadino- si en algunos
casos concretos se respetan esas garantías de los detenidos o se quedan en
papel mojado, como vemos con harta frecuencia que sucede con el secreto del
sumario, a pesar de su estricta protección legal por el delito de revelación de
secreto, de escasa aplicación desde que a partir de los años noventa se hiciera
muy habitual la filtración de los
sumarios de relevancia política o social. El problema no es la ausencia de ley,
sino su falta de aplicación.
Ahora
bien, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) también puede
analizarse desde otras perspectivas. La primera, y más importante, se refiere a
la posible intención oculta del PP de facilitar la impunidad de sus procesados
mediante el establecimiento de unos plazos máximos en la fase de investigación
que podrían impedir causas tan complejas como las de Bárcenas, Palma Arena y
los ERE. Si sobre el papel los plazos
de la LECrim parecen razonables (seis meses para las causas simples y dieciocho
para las complejas, con posibilidad de prórroga) en la práctica contó, primero,
con la oposición del PSOE y demás partidos de la oposición durante su tramitación
parlamentaria y, después, la de casi todas las asociaciones de jueces y
fiscales que consideraban que solo podrían respetarse esos plazos si se dotaban a los juzgados y
fiscalías de muchos más medios. Se temía una impunidad generalizada. Sin embargo,
no llegó el apocalipsis cuando el 6 de
junio de 2016 se cumplieron los seis meses de plazo que daba la Ley para todas
las causas iniciadas antes de su entrada en vigor y que no se hubieran
declarado complejas. Sin duda, el esfuerzo de todos los operadores judiciales
lo evitó. Todavía nos queda el rubicón del 6 de junio de 2017 para las causas
complejas pero hay motivos para ser optimistas, no solo por el esfuerzo
personal de los jueces, fiscales y demás
personal de la Administración de Justicia, sino también porque la misma LECrim
permite que el juez realice una prórroga excepcional de la fase de
investigación más allá de las prórrogas ordinarias (art. 324.4), que además
pueden pedir todas las partes y no solo el fiscal. Precisamente, el motivo más
fundado de crítica de esta reforma creo que no es la existencia de plazos para
la investigación, sino el monopolio que atribuye al fiscal para pedir al juez tanto que la instrucción
se declare compleja, como las prórrogas ordinarias. No se comprende esta exclusividad
del ministerio fiscal, de cuya independencia del Gobierno siempre dudan todos
los partidos de la oposición, muchos profesionales y no pocos ciudadanos. Por
eso, en este punto sí que sería conveniente modificar la LECrim para permitir
que también las otras partes personadas en una causa puedan hacer estas dos
peticiones. Extrañamente los mismos
partidos que en 2015 tanto criticaron este punto, y que tanta prisa se han dado
en 2017 en tramitar una proposición de ley para privar al Tribunal Constitucional
de las polémicas medidas para ejecutar sus sentencias, todavía no han tenido
tiempo de presentar una proposición de ley para reformar la LECrim.
La
otra reflexión que suscita la reforma de la LECrim consiste en que sus
escrupulosas garantías de defensa de los investigados y, muy especialmente, la
eliminación de la palabra imputado pueda usarse para volver a la vieja práctica
de soslayar la responsabilidad política escudándose en la responsabilidad
penal. Una teoría que podríamos llamar
“la doctrina Demetrio Madrid” pues, como se recordará, durante muchos
años se ha defendido la permanencia en sus cargos de personas imputadas
alegando que no les fuera a pasar como a Madrid que dimitió de la Presidencia
de la Junta de Castilla-León al ser imputado pero que resultó inocente “y nadie
le reparó el daño” (palabras de Felipe González en 2015). La doctrina -que
siendo severos habría que llamar “excusa”- no se mantiene en pie, empezando por
el propio ejemplo: ni Demetrio Madrid dejó la política (fue senador hasta 2004)
ni estuvo impedido para volver a ostentar cargos más relevantes (por ejemplo,
Felipe González pudo nombrarlo ministro o cualquier otro puesto de primer
nivel). Pero tampoco por la categoría: cuando un político dimite no lo hace
porque sea culpable de un ilícito penal, sino porque no es admisible en una
sociedad democrática que una persona inculpada (ahora encausada) ocupe un cargo
público. Si lógicamente termina absuelto nada impide que reanude su actividad
política. Diré todavía más, incluso si fuera condenado, después de cumplir su
pena está en su perfecto derecho de volver a la política, igual que cualquier delincuente
que haya pagado su deuda social tiene derecho a ejercer su antigua profesión.
Otra cosa es, evidentemente, que los ciudadanos estemos dispuestos a darle una
segunda oportunidad otorgándole nuestro voto.
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