ARTÍCULO PUBLICADO EN EL ANUARIO ANDALUCÍA 2010 DEL GRUPO JOLY
Walter Bagehot, el gran teórico de la Constitución inglesa, escribió a mitad del Siglo XIX que si se situaba en el centro de una sociedad una asamblea de hombres preparados, como era el Parlamento británico, no habría duda de que elevaría el nivel general de esa sociedad. ¿Quién diría hoy que el Parlamento mantiene esa función educativa? No mucha gente en España, desde luego, por no decir nadie, ya que el prestigio o auctoritas de los parlamentarios es muy bajo; de tal forma que pocas personas se habrán formado su opinión -por citar una polémica reciente- sobre el almacén temporal centralizado (ATC) de residuos atómicos teniendo en cuenta la decisión que sobre él adoptó por unanimidad la Comisión de Industria del Congreso en diciembre de 2004. Sin duda, muchos nos animamos a leer la opinión de los científicos sobre el tema, mientras que casi nadie se molesta en leer esa opinión unánime del Congreso. Y las descalificaciones que se entrecruzan -cuando no directamente los insultos- a diario tampoco son muy modélicas. Con razón o sin ella, lejos de la admiración antigua hacia los representantes de los ciudadanos, los parlamentarios son cada vez menos apreciados por la sociedad. Y ese desprestigio llega, paradójicamente, cuando los parlamentos no son ya un reducto aristocrático de los hombres burgueses sino que son mucho más representativos de la sociedad, empezando por el alto número de mujeres que hay en ellos y continuando por la mayor diversidad de origen social de sus componentes. Pero dicho esto, muy poco más se puede decir en favor de las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos actuales si los comparamos con sus antecesores.
Fijémonos, sin ir más lejos, en las personas concretas de carne y hueso. Desde las Cortes de Cádiz hasta la II República, España se consagró como un país de oradores, donde se veneraba a los más grandes: el “divino” Agustín Argüelles en las primeras Cortes liberales, el eficaz Salustiano de Olózaga en las Cortes de la Constitución de 1837, el insuperable Emilio Castelar, cuya fama originó que en las Cortes Constituyentes de 1869 cada uno de sus discursos fuera traducido y transmitido telegráficamente a los grandes países europeos, el pragmático Práxedes Mateo Sagasta, etc. El sector conservador tampoco estaba falto de elocuencia a lo largo del XIX: el obispo Pedro Quevedo, Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de Mella, Antonio Cánovas, etc. Y la II República fue una explosión de oradores de todo tipo y condición, con cuatro grandes según Francisco Ayala, fiel testigo de los debates parlamentarios como letrado de las Cortes que era: Manuel Azaña, Nicolás Alcalá Zamora, Indalecio Prieto y Alejandro Lerroux. Hoy, la oratoria parlamentaria ha pasado a mejor vida y como mucho, admitimos que en la Transición y los primeros años de la democracia sí había oradores de fuste como Felipe González, Miquel Roca y Julio Anguita, pero poco más.
Posiblemente tanto el declinar de la oratoria parlamentaria, como el de la relevancia social de los parlamentarios, se deba a un cambio sutil en la función real de las Cortes Generales en el sistema político: en contra del modelo teórico de la democracia representativa, en el que el Parlamento era una institución deliberante que tomaba las decisiones generales de un Estado, en la democracia de partidos solo le corresponde refrendar legalmente las decisiones que se han tomado fuera de sus sesiones y, como mucho, una función publicitaria y explicativa de esas decisiones. Por decirlo de forma gráfica, el Parlamento ya no es un foro, sino un escaparate o un ring donde suenan ingenuas las palabras de Laín Entralgo: “El lenguaje parlamentario debe ser suasorio. No debe ser piedra de honda lanzada contra el que oye. Debe tratar no de herirle, sino de convencerlo”. Ahora es justo lo contrario: el lenguaje parlamentario es hiriente, a veces con inteligencia, pero a veces con zafiedad. Es más, como no hay emoción en el resultado, preestablecido de antemano por la disciplina de partido, muy poca gente sigue en directo los debates (a pesar de su retransmisión por Internet) y el orador construye su discurso buscando dar un buen titular a los periódicos o un buen corte de veinte segundos a los medios audiovisuales. Busca un poco de notoriedad, ganar el debate, lograr la aprobación de sus seguidores, sabiendo que convencer es imposible.
Si esto es así, el centro de atención se desplaza de las Cortes a los partidos, que muchas veces anuncian sus proyectos muy lejos de la sede parlamentaria: en un mitin, en una rueda de prensa, en un discurso ante un colectivo determinado, etc. De tal manera que la figura del parlamentario se vuelve borrosa para la opinión pública, casi poco más que un número (Zapatero cuenta con 169 diputados, Rajoy con 153) y si alguna vez es objeto de noticia por sí mismo es casi siempre en sentido negativo: buenos sueldos, mejores pensiones, absentismo, amplias vacaciones, privilegios múltiples y variados por pulsar un botón cuando su jefe le ordena. El parlamentario con opinión propia ha dado paso al político que un día es diputado, otro director general y al siguiente presidente de la autoridad portuaria, siempre al servicio de su partido y sin importar demasiado si tiene preparación para el nuevo puesto que ocupa. Además, muchas veces el político va cambiando de opinión según va cambiando de puesto: quien en su momento, como ministro de industria, defendió el ATC, ahora se opone como Presidente de la Generalitat, quien como Vicepresidente del Gobierno negaba la deuda histórica, ahora como jefe de la oposición andaluza la reclama como algo imprescindible. E così via.
Inevitablemente todo esto va mermando la confianza en los políticos, percibidos cada vez más como una casta con sus propios intereses colectivos. Y 2009 ha reforzado especialmente esa imagen. Por una parte, su actitud ante la crisis económica, que parece importarles solo en cuanto objeto de deseo electoral; por otra la corrupción, que ha llevado a detenciones muy espectaculares a lo largo del año en diversos puntos de la geografía española. Si las cuentas periodísticas no fallan, en los últimos cinco años unos ochocientos políticos han sido imputados en casos de corrupción, implicando a más de cincuenta ayuntamientos y a varias Comunidades Autónomas. Por mucho que los dirigentes de los partidos se afanen en proclamar que los corruptos se han aprovechado de su organización y que se circunscribe a casos concretos en las administraciones locales, el desprestigio de unos acaba salpicando a los otros.
Por todo ello, desde la Transición, en el que la política estuvo en su cenit de prestigio, los políticos parecen descender continuamente por un tobogán en el aprecio popular, como si cada quinquenio bajaran uno de los siete círculos del infierno de Dante, hasta llegar a octubre de 2009 cuando por vez primera una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) reveló que para muchos españoles la clase política es uno de los problemas de España, incluso más preocupante que el terrorismo. Pero no seamos pesimistas, pues como decía don Antonio Machado: todo es susceptible de empeorar.
Fijémonos, sin ir más lejos, en las personas concretas de carne y hueso. Desde las Cortes de Cádiz hasta la II República, España se consagró como un país de oradores, donde se veneraba a los más grandes: el “divino” Agustín Argüelles en las primeras Cortes liberales, el eficaz Salustiano de Olózaga en las Cortes de la Constitución de 1837, el insuperable Emilio Castelar, cuya fama originó que en las Cortes Constituyentes de 1869 cada uno de sus discursos fuera traducido y transmitido telegráficamente a los grandes países europeos, el pragmático Práxedes Mateo Sagasta, etc. El sector conservador tampoco estaba falto de elocuencia a lo largo del XIX: el obispo Pedro Quevedo, Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de Mella, Antonio Cánovas, etc. Y la II República fue una explosión de oradores de todo tipo y condición, con cuatro grandes según Francisco Ayala, fiel testigo de los debates parlamentarios como letrado de las Cortes que era: Manuel Azaña, Nicolás Alcalá Zamora, Indalecio Prieto y Alejandro Lerroux. Hoy, la oratoria parlamentaria ha pasado a mejor vida y como mucho, admitimos que en la Transición y los primeros años de la democracia sí había oradores de fuste como Felipe González, Miquel Roca y Julio Anguita, pero poco más.
Posiblemente tanto el declinar de la oratoria parlamentaria, como el de la relevancia social de los parlamentarios, se deba a un cambio sutil en la función real de las Cortes Generales en el sistema político: en contra del modelo teórico de la democracia representativa, en el que el Parlamento era una institución deliberante que tomaba las decisiones generales de un Estado, en la democracia de partidos solo le corresponde refrendar legalmente las decisiones que se han tomado fuera de sus sesiones y, como mucho, una función publicitaria y explicativa de esas decisiones. Por decirlo de forma gráfica, el Parlamento ya no es un foro, sino un escaparate o un ring donde suenan ingenuas las palabras de Laín Entralgo: “El lenguaje parlamentario debe ser suasorio. No debe ser piedra de honda lanzada contra el que oye. Debe tratar no de herirle, sino de convencerlo”. Ahora es justo lo contrario: el lenguaje parlamentario es hiriente, a veces con inteligencia, pero a veces con zafiedad. Es más, como no hay emoción en el resultado, preestablecido de antemano por la disciplina de partido, muy poca gente sigue en directo los debates (a pesar de su retransmisión por Internet) y el orador construye su discurso buscando dar un buen titular a los periódicos o un buen corte de veinte segundos a los medios audiovisuales. Busca un poco de notoriedad, ganar el debate, lograr la aprobación de sus seguidores, sabiendo que convencer es imposible.
Si esto es así, el centro de atención se desplaza de las Cortes a los partidos, que muchas veces anuncian sus proyectos muy lejos de la sede parlamentaria: en un mitin, en una rueda de prensa, en un discurso ante un colectivo determinado, etc. De tal manera que la figura del parlamentario se vuelve borrosa para la opinión pública, casi poco más que un número (Zapatero cuenta con 169 diputados, Rajoy con 153) y si alguna vez es objeto de noticia por sí mismo es casi siempre en sentido negativo: buenos sueldos, mejores pensiones, absentismo, amplias vacaciones, privilegios múltiples y variados por pulsar un botón cuando su jefe le ordena. El parlamentario con opinión propia ha dado paso al político que un día es diputado, otro director general y al siguiente presidente de la autoridad portuaria, siempre al servicio de su partido y sin importar demasiado si tiene preparación para el nuevo puesto que ocupa. Además, muchas veces el político va cambiando de opinión según va cambiando de puesto: quien en su momento, como ministro de industria, defendió el ATC, ahora se opone como Presidente de la Generalitat, quien como Vicepresidente del Gobierno negaba la deuda histórica, ahora como jefe de la oposición andaluza la reclama como algo imprescindible. E così via.
Inevitablemente todo esto va mermando la confianza en los políticos, percibidos cada vez más como una casta con sus propios intereses colectivos. Y 2009 ha reforzado especialmente esa imagen. Por una parte, su actitud ante la crisis económica, que parece importarles solo en cuanto objeto de deseo electoral; por otra la corrupción, que ha llevado a detenciones muy espectaculares a lo largo del año en diversos puntos de la geografía española. Si las cuentas periodísticas no fallan, en los últimos cinco años unos ochocientos políticos han sido imputados en casos de corrupción, implicando a más de cincuenta ayuntamientos y a varias Comunidades Autónomas. Por mucho que los dirigentes de los partidos se afanen en proclamar que los corruptos se han aprovechado de su organización y que se circunscribe a casos concretos en las administraciones locales, el desprestigio de unos acaba salpicando a los otros.
Por todo ello, desde la Transición, en el que la política estuvo en su cenit de prestigio, los políticos parecen descender continuamente por un tobogán en el aprecio popular, como si cada quinquenio bajaran uno de los siete círculos del infierno de Dante, hasta llegar a octubre de 2009 cuando por vez primera una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) reveló que para muchos españoles la clase política es uno de los problemas de España, incluso más preocupante que el terrorismo. Pero no seamos pesimistas, pues como decía don Antonio Machado: todo es susceptible de empeorar.
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Un placer seguir leyendote