Artículo publicado en el ANUARIO JOLY DE ANDALUCÍA 2013, marzo de 2013
Sin
embargo, un simple vistazo a la legislación aprobada en 2012 no revela ese
debate abierto que prometía Rajoy y más bien muestra un Gobierno dispuesto a
transformar en normas vinculantes sus soluciones -buenas o malas, que eso ahora
no se discute- por la vía de urgencia y
sin ningún contraste de pareces previo: nada menos que 29 decretos-leyes firmó
Rajoy el año pasado (y uno más en diciembre de 2011), por solo 17 leyes
ordinarias y 8 orgánicas. Evidentemente, no se puede usar como argumento de
disculpa del Presidente que la complicada situación económica le obligaba a
aprobar una batería urgente de medidas sin tiempo para un debate previo pues
esa situación crítica era más que conocida a lo largo de 2011, como el propio
Rajoy recordó la noche de su victoria electoral el 20 de noviembre: “vamos a
gobernar en la más delicada coyuntura en que se haya encontrado España en los
últimos treinta años”. En cualquier caso, la Constitución permite que después
de que un decreto-ley sea convalidado por el Congreso se pueda tramitar como
una ley ordinaria, facilitando así que se puedan discutir sus
artículos uno a uno tanto en el Congreso como en el Senado y presentar
enmiendas individualizadas. Pues bien,
de los treinta decretos-leyes aprobados por el Gobierno y luego convalidados en
el Congreso por la mayoría absoluta de los 185 diputados del PP, solo diez se
han tramitado posteriormente como leyes ordinarias. No se advierte mucha
voluntad de diálogo en ese porcentaje.
Pero
olvidémonos de las promesas del discurso de investidura y centrémonos en el
análisis constitucional: el decreto-ley es una norma con fuerza de ley que
supone una incursión del Gobierno en el terreno del Poder Legislativo, una
excepción, por tanto, a la división de poderes, que la Constitución sólo
autoriza en casos de “extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86 CE). El
Tribunal Constitucional ha sido generoso a la hora de considerar cumplido este
requisito previo, incluso admitiendo un margen de discrecionalidad al Gobierno
para estimar la propia existencia de esa urgente necesidad, más si se producen
“situaciones económicas problemáticas” (STC 23/1993, de 21 de enero). Ahora bien, 2012 ha sido
el primer año completo de un Gobierno en el que éste ha aprobado más
decretos-leyes que leyes las Cortes (29 contra 25), lo que solo tiene parangón
con 2004 cuando el Gobierno de Zapatero -que tomó posesión del cargo en abril-
aprobó once decretos-leyes por solo siete leyes las Cortes; si bien este exceso
se puede explicar por el mayor tiempo de tramitación de las leyes, como se
demuestra porque al año siguiente el número de leyes volvió a ser ampliamente
superior al de decretos-leyes (36 contra 16). Por eso, más allá de discutir si en cada caso concreto
en que el Gobierno de Rajoy ha dictado un decreto-ley había una extraordinaria
y urgente necesidad que lo permitiera (como se ha alegado en los diferentes
recursos de inconstitucionalidad que ahora mismo están sub iudice contra diversos decretos-leyes) lo que cabe preguntarse
es si es admisible que un instrumento legislativo excepcional como el
decreto-ley se convierta en la técnica normativa habitual, por delante de las
leyes ordinarias. Desde luego, si en 2013 volvieran a aprobarse más
decretos-leyes que leyes me parecería indudable que el Gobierno -y la propia
mayoría parlamentaria que convalidase esas normas- estaría violando la
separación de poderes que establece la Constitución.
El
artículo 86 de la Constitución no solo configura el decreto-ley como una norma
con fuerza de ley de carácter excepcional sino que le veda un amplio catálogo
de materias: el ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, los
derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, el
régimen de las Comunidades Autónomas y
el Derecho electoral general. Pues bien, algunos decretos-leyes de 2012
parece que han sobrepasado esos límites, incluso en la interpretación flexible
que le ha dado el Tribunal Constitucional, según la cual solo se produce esa
invasión cuando se regule el régimen general de un derecho o los elementos
esenciales que lo hacen recognoscible por los ciudadanos. Me referiré solo al
caso más evidente: el Real
Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del
mercado laboral, que al modificar profundamente el Estatuto de los Trabajadores
hace una regulación general tanto del derecho al trabajo como del derecho a la
negociación colectiva, además de alterar algunos de sus elementos esenciales,
como es la modificación sustancial de las condiciones de trabajo por decisión
unilateral del empleador, tal y como el Consejo catalán de Garantías Estatutarias
advirtió en su ponderado Dictamen 5/1212. Irónicamente, la exposición de
motivos del Decreto-ley reconoce que está produciendo una alteración sustancial
de la negociación colectiva justo cuando trata de justificar su base
constitucional: “las modificaciones incluidas en los aspectos relativos a la
negociación colectiva exigen dotar de certidumbre a las bases sobre las que las
partes negociadoras deben abordar la negociación y revisión de los convenios
colectivos, a la vista de las sustanciales novedades introducidas por este real
decreto-ley en el Titulo III del Estatuto de los Trabajadores”.
La
legislación motorizada del PP no
acaba en la aprobación masiva de decretos-leyes sino que varias de las leyes
que se han tramitado en las Cortes Generales se han hecho por procedimientos de
urgencia. Así, por ejemplo, han pasado por las Cortes a velocidad de vértigo la
reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que convierte en “excepcional” la
figura del juez sustituto y la más que controvertida Ley de Tasas Judiciales,
ley que ostenta -si no estoy equivocado- un récord peculiar, que demuestra la
extraña visión que tiene este Gobierno y el PP en su conjunto de la división de
poderes: es la única ley que su efectiva entrada en vigor no se produjo cuando
decidió el legislador (el 21 de noviembre de 2012, al día siguiente de su
publicación en el BOE), sino cuando el Gobierno tuvo a bien ofrecer a los
ciudadanos los correspondientes impresos de autoliquidación (el 17 de
diciembre). En algún sitio recuerdo haber leído que el Grupo Popular admitió
que "a lo mejor" la ley de tasas se había tramitado con
"demasiada rapidez", pero nada de disculparse o
dimitir. Verbos que, evidentemente, en España son de difícil conjugación.
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