Artículo publicado en EL PAÍS el 25 de julio de 2013
¿Por
qué necesita una sociedad democrática un Tribunal Constitucional que corrija la
plana a una asamblea legislativa elegida por los ciudadanos? Dicho de una forma
un tanto tosca, esta es una pregunta que lleva dando vueltas en la teoría
constitucional doscientos años, desde que el Tribunal Supremo americano se
arrogara en 1803 el poder de dejar sin efecto una ley aprobada por el Congreso.
La respuesta es que se necesita tal tribunal porque la Constitución es un pacto
entre las diversas fuerzas políticas y sociales de un país que exige un árbitro
que controle que los jugadores respetan el reglamento. Y como las leyes
las elaboran los partidos que han ganado las elecciones, la función principal
del Tribunal Constitucional es evitar que la mayoría incumpla el pacto
constitucional. Diciéndolo con la prosa brillante de Alexis de Tocqueville:
el control judicial de constitucionalidad es "una de las más poderosas barreras jamás levantadas contra la tiranía de las asambleas políticas".
el control judicial de constitucionalidad es "una de las más poderosas barreras jamás levantadas contra la tiranía de las asambleas políticas".
Precisamente,
como está muy difundida en la sociedad española esta idea del Tribunal
Constitucional como árbitro que debe controlar al Gobierno, ha causado un gran
revuelo en la opinión pública que su presidente fuera militante del PP, sin que
conste hasta el momento su fecha de baja en ese partido. El presidente se ha
defendido -y parece que sus compañeros lo han respaldado- alegando que el artículo
159.4 de la Constitución declara incompatibles a los magistrados
constitucionales con el desempeño de funciones directivas en un partido, pero
no con la simple militancia. Independientemente de que una interpretación
evolutiva -en la línea usada por el mismo TC para salvar la Ley del
matrimonio homosexual- podría llevar a otro resultado, como ha demostrado el
maestro Pérez Royo, lo cierto es que Pérez de los Cobos silenció el dato de su
militancia en su comparecencia ante el Senado. Es más, parece que sus lazos con
el PP lejos de debilitarse con su nombramiento en enero de 2011 se reforzaron,
pues el Gobierno lo propuso en el otoño de ese año para una Comisión de
Expertos de la OIT bordeando, si no desbordando, el estricto régimen de
incompatibilidades de los magistrados constitucionales. La frase sobre la mujer
del César no por gastada, deja de ser menos cierta.
Como este enésimo incidente sobre la independencia de los
magistrados constitucionales hunde un poco más a una institución que no está
sobrada de prestigio, andamos los constitucionalistas buscando alguna fórmula
que permita un Tribunal Constitucional que sea y parezca imparcial. Desde
luego, mejor que cualquier artificio técnico sería una elemental regla de
cultura política, como es la de respetar al árbitro. Pero nuestro políticos más
bien parecen que hubieran interiorizado las ideas de Clausewitz y piensan que
el Constitucional es la continuación de la política por otros medios, como la
guerra lo era para el general prusiano. Por eso, primero intentan controlar su
composición, hasta el punto de que no pactan juristas neutrales sino cuántos
magistrados va a nombrar cada partido y después acuden a él con frecuencia
desconocida por otros lares para hacer valer sus tesis políticas. Y aquí se
advierte una curiosa paradoja: los políticos españoles en el gobierno (sea este
nacional, regional o local) actúan muchas veces como si la Constitución sólo
regulara el proceso electoral, de tal forma que cuando ganan las elecciones
consideran que tienen un mandato democrático para actuar sin ningún limite, más
allá de su compromiso personal con el bien común; sin embargo, los políticos en
la oposición tienen la visión opuesta y consideran que la Constitución es un
recetario tan completo de medidas que restringe extraordinariamente la voluntad
del partido vencedor. Obvio es decir que algunos políticos pasan de una a otra
visión dependiendo tan solo del lugar físico que ocupen en el Congreso.
Claro
que recetarle a estas alturas a los partidos políticos que tengan lealtad
constitucional es tan ingenuo e inocuo como el bálsamo de Fierabrás lo fue para
don Quijote y puede tener los efectos devastadores que tuvo en Sancho Panza,
como ya pasó cuando en 1986 el Constitucional advirtió de que los partidos no
deberían repartirse los veinte puestos del Consejo General del Poder
Judicial. Por eso, aquí va una propuesta
más técnica: cambiar la Ley Orgánica para que los magistrados cesen
automáticamente a los nueve años de su toma de posesión, de tal manera que haya
que cubrir las vacantes en el momento en que se produzcan. Como siempre se
producen bajas por motivos diversos (dimisiones y defunciones), con el paso del
tiempo la elección se iría realizando de uno en uno, lo que podría originar que
los partidos abandonaran el sistema de cuotas y pactaran realmente al árbitro.
De esperanzas, también se vive.
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