Artículo publicado en EL PAIS el 30 de mayo de 2017
Desde
Asturias hasta Canarias, una voluntad de cambio de las leyes electorales
recorre la gran mayoría de nuestras Comunidades Autónomas, que se han lanzado a
crear comisiones parlamentarias de estudio sobre el tema. En general, debajo de
la común apelación a la regeneración democrática, late el deseo de conseguir
una adecuación más exacta entre el porcentaje de votos de un partido y su
porcentaje de escaños. Se quieren evitar resultados tan desproporcionados como
lo sucedido en Castilla-La Mancha en las elecciones de 2015, cuando los dos
partidos más votados con el 73'5% de los votos (37'5% el PP y 36% el PSOE)
lograron el 94% de los escaños (48,5% y 45,5% respectivamente), mientras que el
tercero (Podemos) con el 9'7% de votos solo pudo alcanzar dos escaños (el 6%) y
el cuarto (Ciudadanos) con un 8'6% ni siquiera accedió a las Cortes castellanas.
Aunque
en España los partidos perjudicados en unas elecciones determinadas tienden a
calificar al sistema electoral como injusto, raramente un sistema concreto
merecerá ese calificativo, como el
perverso sistema binominal que Pinochet impuso en Chile en 1989 (que no se pudo
derogar hasta el 2015) pensado para beneficiar al segundo partido. Lo normal
será que tenga un sesgo mayoritario cuyos efectos pueden beneficiar a un
partido o a otro en función de los votos que obtenga en cada elección. Así, por
señalar un ejemplo de otro Estado, el mismo sistema electoral griego que
perjudicó a Syriza en la primera década de este siglo XXI, cuando no pasaba del
5% de los votos, lo dejó a dos escaños de la mayoría absoluta en enero de 2015
con solo el 36'3% de los sufragios. A
veces, incluso, esos efectos pueden ser absolutamente imprevistos, como sucedió
en las elecciones autonómicas de Castilla-La Mancha ya mencionadas: el PP se
afanó en aumentar los efectos mayoritarios del sistema electoral autonómico
-hasta el punto de forzar una reforma del Estatuto sin consenso en 2014- para
luego perder el gobierno regional porque no pudo contar con el auxilio de
Ciudadanos, al que la reforma electoral dejó sin representación.
En
cualquier caso, cambiar los elementos centrales de un sistema electoral (la
fórmula electoral y la circunscripción) no es tarea sencilla porque se trata de
situaciones de suma cero, en las que lo que gana un partido lo pierde otro, de
tal forma que todos los partidos hacen sus números antes de apoyar una reforma.
Un buen ejemplo de esa dificultad es el paso de tortuga que lleva la
proposición de ley electoral que en enero de 2016 presentaron el PSOE, IU y
Ciudadanos en la Junta General de Asturias. Por eso, puede ser una buena idea
comenzar los cambios legislativos por otros aspectos de los sistemas
electorales que, en principio, no afecten a la distribución de escaños entre
los partidos, cuestión que además -desde el teorema de la imposibilidad de
Arrow- sabemos que no tiene una solución completamente justa. Así, la
proposición de ley asturiana recoge algunas medidas que merecen convertirse en
Derecho positivo, como el desbloqueo de las listas (tal como ya pedía el
informe del Consejo de Estado sobre la reforma electoral de 2009), el voto telemático para los electores
residentes en el extranjero y la obligación de organizar al menos dos debates
durante la campaña electoral en los medios de comunicación públicos.
Sin
duda, estas tres medidas son útiles para fomentar la participación electoral,
aunque a mi juicio la medida más eficaz para ese objetivo sería que se
contabilizara la abstención de tal forma que se dejara de adjudicar un
porcentaje de escaños proporcional al de abstencionistas, tal y como proponía
el ilusionante programa electoral con el que Die Grünen irrumpieron en la política alemana y europea en los años
ochenta. No se me ocurre estímulo más poderoso para que los políticos se
preocupen de verdad por la participación y vayan más allá del lamento ritual
tras cada elección por el alto número de personas que deciden no tomarse la
molestia de ir a votar. Si es una medida demasiado radical, que nos puede
llevar a inacabables discusiones sobre la diferencia entre las abstenciones
técnicas y las políticas, comencemos más modestamente por los votos en blanco:
sería muy estimulante que se dejaran vacíos unos escaños proporcionales al
número de votos en blanco. En Francia, le están dando vueltas a propuestas
similares y ya han comenzado por contabilizar el voto en blanco porque hasta
2014 lo consideraban voto nulo. De momento, sería una medida puramente
simbólica -en general, el voto en blanco ronda el 1% de los votantes- pero
quien sabe cómo podríamos reaccionar los ciudadanos si se aprobara una regla
así porque, como dijo Víctor Hugo, “el futuro tiene muchos nombres” y quizás
uno de ellos podría ser la representación del partido en blanco.
Comentarios
En 2011, con un reparto justo de escaños le habría conrrespondido un escaño, a pesar de no ser conocido por la gran mayoría de la población.