Artículo publicado el domingo 3 de junio de 2018 en el Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly
En
el ordenamiento jurídico español solo hay dos casos en que es obligatorio para el
Presidente del Gobierno presentar su dimisión: bien cuando pierda una cuestión de confianza, bien cuando triunfe una moción de
censura (art. 114 de la Constitución). En sentido contrario, no hay ninguna
norma que expresamente le ordene continuar en el puesto. Por eso, se
viene considerando que la dimisión es un acto personalísimo que el Presidente
puede realizar cuando lo estime oportuno, incluso cuando esté en curso una
moción de censura que no podría seguir tramitándose, a diferencia de lo que
sucede en los ayuntamientos en los que la “dimisión sobrevenida del Alcalde no suspenderá la tramitación y votación de
la moción de censura” (art. 197.3 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General). Esta
tesis está tan compartida que el jueves pasado vimos a Pedro Sánchez pedirle
reiteradamente al Presidente Rajoy que dimitiera y de esa forma “esta moción de
censura habrá acabado aquí y ahora”. En los días previos se venía especulando
con esa posibilidad en los ambientes políticos, sería el “botón nuclear” que
podría apretar Rajoy para cortar el camino a Sánchez y de, paso, evitarse el
mal trago de ser censurado. Incluso podrían alegarse los precedentes
autonómicos de Pedro Antonio Sánchez en Murcia y de Cristina Cifuentes en
Madrid, que dimitieron cuando ya había sido presentada una moción de censura en
su contra.
Sin
embargo, no parece que el silencio de la Constitución puede interpretarse así,
como la capacidad del Presidente de dimitir para impedir la elección de un candidato
alternativo. En los debates constituyentes, a los diputados y senadores no se
les pasó por la cabeza esa posibilidad; sí pensaron que un Presidente podría
tener la tentación de convocar elecciones para así evitar la moción de censura
y, por eso, se lo prohibieron (art. 115.2). Y no se les pasó, no solo porque no
pensaron que pudiera haber una persona tan taimada al frente del Gobierno, sino
porque esa dimisión instrumental
sería una forma de dejar sin efecto todo el artículo 113: cualquier Presidente
que fuera a perder una moción dimitiría y no solo se evitaría la reprobación,
sino que seguiría en el cargo, como Presidente en funciones, hasta que el
Congreso eligiera a otro candidato, lo que podría ser un tiempo precioso a su
favor o de su partido. Sería volver a la moción de censura tradicional, como la
que establecía el artículo 64 de la Constitución republicana de 1931 en la que
la única consecuencia de su aprobación era la dimisión del Presidente. Jurídicamente,
esa interpretación que conduce al absurdo de anular toda la regulación
constitucional de la moción de censura de 1978 y transformarla en la de 1931 está
prohibida por el clásico aforismo latino ad
absurdum nemo tenetur.
Los
debates parlamentarios son también muy útiles para comprobar la finalidad de
que la moción de censura sea constructiva: lograr la estabilidad del sistema
político o, como dijo el diputado –e ilustre constitucionalista- Óscar Alzaga,
“compatibilizar la democracia parlamentaria con el gobierno estable”. Si esa
era la finalidad, sería contraria a ella que el Presidente del Gobierno pudiera
dimitir para impedir que automáticamente otra persona ocupara su puesto y abrir
una etapa de búsqueda de un nuevo candidato, con la consiguiente inestabilidad
política que eso implicaría. Ahora sí que se entiende por qué el artículo 114.2
ordena que dimita el Presidente (y todo el Gobierno) cuando triunfe una moción
de censura: porque lo tiene prohibido durante su tramitación.
Así
las cosas, la dimisión de Rajoy para impedir el triunfo de la moción de censura
del PSOE hubiera sido un fraude constitucional. Y no estamos ya en la España de
1852 cuando el Presidente Bravo Murillo perdió una votación en el Congreso y en
lugar de presentar la dimisión, como mandaban los usos parlamentarios,
consiguió que la reina Isabel II disolviera las Cortes y convocara elecciones.
El juicio de los historiadores sobre ese político moderado no ha sido benévolo,
al que lo acusan de autoritario bajo un disfraz constitucional. Por fortuna,
Rajoy no ha oído las llamadas que desde diversos sectores se le hacían para que
presentara su dimisión y, haya sido por los motivos que hayan sido, ha actuado
con escrupuloso respeto a la Constitución. Estoy seguro de que los
historiadores del futuro le reconocerán ese mérito; de otros que ahora le
atribuyen sus defensores, ya no tanto.
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