Artículo publicado el 17 de octubre de 2018 en el Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly
A
la memoria de Manolo Terol, que con tanto tino supo analizar las instituciones
andaluzas.
La
presidenta de la Junta ha disuelto el Parlamento y ha convocado elecciones
anticipadas para el 2 de diciembre. Igual que todos los presidentes que han
disuelto parlamentos antes de tiempo, no le han faltado razones para ello,
tanto explícitas como implícitas; desde la necesidad de conseguir un gobierno
con mayor respaldo parlamentario (dicho con las desabridas palabras de Susana
Díaz: “Mi tierra no merece la inestabilidad que hay en el resto de España”),
hasta eludir el contagio del desgaste continuo del Gobierno de Pedro Sánchez. En
general, los partidos discuten si una disolución concreta es adecuada o no,
pero no discuten el poder mismo de disolución. Sin embargo, observando lo que
viene pasando en España desde que la Constitución de 1978 atribuyó al Presidente
del Gobierno ese poder, deberíamos pensar si no sería mejor importar de los
sistemas presidencialistas la rigidez de la legislatura, lo mismo que se han
importado otras instituciones parlamentarias, como el discurso a la nación.
En
la cuna del parlamentarismo moderno, Gran Bretaña, Walter Bagehot y otros
especialistas del siglo XIX justificaron este poder de disolución en una razón
pragmática: era un arma disuasoria contra los diputados díscolos, que en un
sistema de partidos de notables eran casi todos, de tal forma que si no
apoyaban las iniciativas gubernamentales los miembros de la mayoría
parlamentaria corrían el riesgo de que les cayera la espada de Damocles de unas
nuevas elecciones, con el riesgo de perder su escaño. Llegado el caso de una
crisis de gobernabilidad, la disolución era una válvula de seguridad del
sistema. De esa forma, como una técnica
del Estado liberal para garantizar la estabilidad gubernamental y resolver
crisis parlamentarias, la disolución anticipada del Parlamento se expandió por
toda Europa.
Sin
embargo, los partidos de masas -o profesionalizados- de los siglos XX y XXI no
presentan esos problemas de división interna, por lo que la disolución
anticipada ya no es un instrumento para cohesionar a las mayorías y raramente
se usa para acabar con una crisis parlamentaria; por el contrario, lo habitual
es que el partido del Gobierno la utilice en beneficio propio; siempre, claro
está, envuelto en apelaciones al bien común. Y en esto, el sistema
parlamentario español puede presumir de haber sido pionero: cuando en la
Restauración el rey borboneaba nombrando a un nuevo presidente del
Gobierno sin el respaldo parlamentario suficiente, este disolvía las Cortes
para celebrar unas elecciones amañadas con las que conseguir esa mayoría.
Sin
llegar a esos extremos, el uso que se ha dado a esta appellatio ad populum en los cuarenta años de vigencia de la
Constitución demuestra que se ha usado a beneficio del Gobierno: desde la
disolución de abril de 1986, para la que Felipe González alegó unas vagas causas
económicas hasta la de julio de 2011, que Zapatero difirió no se sabe por qué a
septiembre, las razones partidistas primaron mucho más que los interesen
nacionales. Y otro tanto se puede decir de las Comunidades en las que sus
presidentes tienen esa competencia; como muy bien reflejan las tres elecciones
anticipadas celebradas en Cataluña a cuenta del procés (2010, 2012 y 2015). Hay que espigar con cuidado para
encontrar disoluciones en las que verdaderamente primara el interés general: la
de las Cortes que hizo Calvo Sotelo en agosto de 1982 con su UCD descompuesta
en luchas internas, o la del Parlamento andaluz que realizó Manuel Chaves en
marzo de 1996 por el bloqueo que sufría el gobierno minoritario socialista.
Pero esas disoluciones, que ahora parecen justificadas, no estuvieron exentas
de polémica en su momento pues ambas fueron criticadas por los partidos que se
sintieron perjudicados por ellas. Y eso pone de manifiesto otro de los
inconvenientes de la existencia del poder de disolución: los partidos lo usan
como un elemento más de la lucha política, de tal forma que gastan energías y
tiempo tanto en discutir si una disolución es conveniente o no, como si
deberían o no adelantarse las elecciones, distrayéndose -y distrayéndonos- de
los reales problemas sociales.
Así
las cosas, creo que una buena medida de regeneración democrática, en la línea
de sustituir el poder de las personas por el poder de las normas, sería
establecer la legislatura rígida; si acaso, con algunas previsiones para
disolver en situaciones excepcionales; como ya desde 1949 tiene Alemania o como
se estableció en el mismo Reino Unido en 2011, donde solo se permite la
disolución en dos casos: si el premier pierde una cuestión de confianza
o si más de dos tercios de la Cámara de los Comunes lo estima conveniente. Pero
en España hemos ido en la dirección contraria y, olvidando lo que recomendó en
1981 el benemérito Informe Enterría, cada vez son más los presidentes de
Comunidades Autónomas que tienen ese poder. Spain is different.
Comentarios