Artículo publicado el 16 de octubre de 2019 en el Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly.
LA FUNCIÓN DE LOS TRIBUNALES
Me
ha llegado un vídeo de un juicio a un anciano de 96 años acusado de exceso de
velocidad en una zona escolar de la ciudad de Providence en EEUU. El juez oye
la explicación del acusado y lo absuelve con la celeridad americana,
apiadándose de un buen hombre que alega que cometió la infracción cuando llevaba
a su hijo enfermo de cáncer a sus pruebas médicas. “Eso es Derecho”, escribía con admiración el
primer amigo que me lo mandó, y “Así se administra Justicia”, el segundo. Una
somera búsqueda en Internet revela que muchísima gente -y varios periódicos
españoles que daban la noticia- piensan igual.

Esa
forma de pensar, que lleva a poner el foco de atención en las personas acusadas
y justificar su quebrantamiento de la Ley no en las eximentes legales sino en
su bondad natural y en las nobles razones que motivaron su conducta infractora
no es Derecho, o más exactamente se trata de lo que los especialistas llaman
Derecho penal de autor, que es incompatible con la igualdad y la certeza
propias de los Estados de Derecho. Lamentablemente esta forma de pensar no solo
la vemos en las personas comunes ante la pequeña infracción del exceso de
velocidad, sino que también se aprecia en cargos institucionales ante procesos
judiciales muchísimos más complejos, como el seguido contra los políticos
presos que ha desembocado en la archifamosa sentencia del Tribunal Supremo del 14
de octubre. Así, los Presidentes de la Generalitat y del Parlamento catalán y
otros cargos institucionales la han considerado injusta. Para llegar a esa
conclusión no han razonado sobre la inclusión o no de las conductas de los
condenados en los delitos tipificados en el Código Penal, sino alegando que
solo pretendían que la gente pudiera votar. Antes de la sentencia, vimos como
otros políticos –seguramente bienintencionados- tenían una forma de pensar similar
y pedían que la sentencia fuera “amable”, “que no impida volver a la política,
cuanto antes mejor", etc.
El
artículo 117 de la Constitución establece que los tribunales están sometidos
únicamente al imperio de la ley para juzgar y ejecutar lo juzgado, sin que
puedan ejercer otras funciones. Por eso, el Tribunal Supremo no puede dictar
sentencias amables o justas según su leal saber y entender -como aquel juez
granadino de la década de 1980 que se negaba a divorciar porque entendía que el
divorcio iba contra el Derecho Natural- sino que su obligación consiste en,
primero, fijar los hechos probados y, después, analizar si esos hechos están
tipificados como delito en el Código Penal. Casi 500 páginas se le han ido en
esa función a nuestro Tribunal Supremo en el caso concreto de la sentencia del procés. Evidentemente, al hacer esta
tarea los tribunales deben realizar una interpretación prudente de la norma
-epiqueya que decían los griegos- con reglas tan famosas como in dubio pro reo, prohibición de extensión
de los tipos y de la analogía, etc. Pero no pueden ir más allá en sus
actuaciones, so pena de cometer el delito de prevaricación judicial y revivir
la ley del encaje un tanto
modernizada: en vez de aplicar la ley que encaja en el magín del juez -como
criticaba Cervantes en el Quijote- ahora sería la que encajara en la del
político de turno.
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