Artículo publicado en EL ESPAÑOL, el 27 de noviembre de 2019
El
programa electoral del PSOE del 10-N incluía un “pacto contra el bloqueo” que
consiste en investir presidente “al candidato de la fuerza más votada” por los
ciudadanos si ningún candidato consiguiera el apoyo de la mayoría de los
diputados. Aunque el programa no lo decía expresamente, Pedro Sánchez se
encargó de concretar en un par de ocasiones que ese pacto implicaba la reforma
del artículo 99 de la Constitución.
A
primera vista, la idea parece razonable pues permite formar Gobierno y evita
las situaciones de interinidad, que tanto se están prodigando en los últimos
años. Ahora bien, si lo pensamos con más detenimiento, la fórmula puede tener
más inconvenientes que ventajas y, desde luego, no tiene precedentes en el
Derecho comparado, más allá de los casos del País Vasco y Asturias que el PSOE
cita. Y no tiene precedentes porque la sustancia de los sistemas parlamentarios
de gobierno es la confianza que el Parlamento, explícita o implícitamente,
deposita en el Gobierno; como dejó explicado en 1808 William Hamilton en su
clásico Lógica parlamentaria, que
casualmente se ha reeditado este año en español.
Así
que con la fórmula socialista de un Gobierno que, para entendernos llamaremos
ultraminoritario, nuestro sistema giraría hacia un sistema presidencialista en
el que el Gobierno no dependería tanto de la voluntad del Congreso como de haber
ganado unas elecciones. Otro artículo de la Constitución reforzaría ese giro:
el artículo 113, que exige tanto que la moción de censura contra el Presidente
sea aprobada por mayoría absoluta del Congreso, como que incluya un candidato
alternativo. Por tanto, si se eligiera
un Presidente en minoría con la fórmula socialista, sería muy difícil de cesar
porque la oposición necesita 176 votos coincidentes no solo para censurarlo,
sino también para elegir un candidato alternativo.
Evidentemente,
podríamos decir que nuestro sistema de gobierno mute hacia un sistema
presidencialista tampoco es nada malo, como prueban los sistemas
presidencialista norteamericano y francés.
Cierto, pero ambos Estados y todos los que le han seguido celebran
elecciones separadas para elegir al Presidente y al Parlamento y reparten sus
funciones atendiendo a esa división de poderes. Sin embargo, al realizar unas
solas elecciones y tener el Presidente el rechazo claro del Congreso
(recuérdese que esta fórmula solo se activaría después de no lograr ni mayoría
absoluta, ni mayoría simple), la oposición se sentiría con una legitimidad muy
superior a la que tiene la oposición en los sistemas presidencialistas para
oponerse a las iniciativas gubernamentales, con una alta probabilidad de
coaliciones negativas, unidas solo para votar no. Lo hemos visto desde el 2 de
junio de 2018, cuando Pedro Sánchez fue investido Presidente, hasta el 28 de
abril de 2019 que entró en funciones, período en el que no se aprobó ni una
sola ley a iniciativa de su Gobierno, ni siquiera la importantísima ley
presupuestaria de 2019; por el contrario se abusó de los decretos-leyes, una
norma constitucionalmente excepcional. Por eso, cabe imaginar que un Gobierno
ultraminoritario tendría muchas dificultades (y sería sometido a duras
peticiones de los grupos parlamentarios pequeños) para aprobar sus
presupuestos. Y lo mismo se puede decir de las leyes orgánicas, para las que la
Constitución exige la aprobación de la mayoría absoluta del Congreso. El riesgo
de parálisis institucional es altísimo, con lo cual la propuesta socialista
soluciona la formación de Gobierno, pero crea el problema de un Gobierno débil,
imposibilitado de desarrollar un programa coherente.
Entonces ¿No
hay manera de mejorar el artículo 99 para acabar con un carrusel de elecciones?
Por supuesto que sí, pero hay que pensar reformas que respondan a la lógica
general de la Constitución, que es la monarquía parlamentaria, no a una lógica
presidencialista para la que sería necesario cambiar muchos otros artículos.
Empecemos por el principio: saber qué pretendía el constituyente con la
regulación tanto de la investidura como de la moción de censura constructiva.
No hace falta explorar mucho el Diario de Sesiones de las Cortes para
comprender que son dos técnicas para evitar gobiernos débiles, tal y como había
pasado en la Segunda República. Para diseñarlas se inspiraron en el exitoso
modelo alemán de 1949, que a su vez había intentado esquivar la debilidad de
los gobiernos que permitió la Constitución de Weimar de 1919. Por eso, tanto en
la Ley Fundamental alemana como en la Constitución española la disolución
automática del Parlamento se concibe como un instrumento de disuasión, un incentivo (por no escribir amenaza) para
convencer a los partidos de que se pongan de acuerdo. En Alemania funcionó bien
desde el primer momento, cuando la República federal comenzó su andadura con un
gobierno de coalición entre los democristianos y los liberales y continúa
funcionando bien hoy día con la Grosse Koalition de la CDU y el SPD.
Pero
mientras que en Alemania nunca se han repetido las elecciones generales por no
poder elegir al Canciller, en España llevamos ya dos en tres años. Así las
cosas, parece evidente que nuestros políticos necesitan un nuevo incentivo para
aprender a negociar. En mi opinión no es muy difícil de imaginar. Ahora el
artículo 99.5 de la Constitución ordena: “Si transcurrido el plazo de dos
meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere
obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará
nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. A este texto se le podría añadir este inciso:
“No podrán presentarse a esas elecciones los candidatos a Presidente cuyas
formaciones electorales hubieran obtenido más del 10% de los votos válidos”.
Es
decir, si ese texto hubiera estado vigente en abril, entonces no podrían
haberse presentado en noviembre ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias,
ni Abascal porque todos sacaron más del 10%. Con un estímulo así los líderes de
los grandes partidos encontrarían más pronto que tarde la manera de pactar
programas de Gobierno que permitieran un Ejecutivo de coalición fuerte, capaz
de desarrollar un programa coherente durante toda la legislatura y no pendiente
de regateos diarios para mantenerse en el poder. No en vano William Hamilton
dejó escrito: "El sentimiento sólo atiende al presente; la razón considera
el porvenir y el conjunto de los tiempos".
Comentarios
1. Es verdad que ninguna norma da la categoría de candidatos a estos cinco líderes. Pero en la realidad los cinco lo fueron porque así los designaron sus partidos y además tenemos otras muchas pruebas, comenzando por las cartas que han mandado a los electores aunque no estuvieran en su circunscripción y terminando por el debate entre ellos cinco. Así que como el art 3 del CC manda que las normas deben ser interpretadas según la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, no le veo problema a considerarlos candidatos aunque el Rey no los haya propuesto. La STC 16/1984, de 6 de febrero puede ayudar a esa interpretación porque en ella el TC no admitió que "candidato" fuera únicamente el candidato propuesto por el Presidente de la Asamblea de Navarra.
2. Si queremos quedarnos más tranquilos, una vez hecha la reforma del artículo 99.5 de la CE (o sea, nunca, pero ahora estamos soñando) podría cambiarse la LOREG para que dijera algo así como: a los efectos del art. 99.5 CE los partidos, federaciones o coaliciones designaran una persona como candidato a la Presidencia del Gobierno (por ejemplo se podría añadir un nuevo apartado al artículo 154).