Artículo publicado en EL PAÍS el 19 de febrero de 2020
Hace
2.500 años los romanos no tenían leyes escritas y se regían por la costumbre,
que los cónsules y el Senado manipulaban a su antojo. Por eso, los tribunos de
la plebe reivindicaron durante años la redacción de leyes escritas que
limitaran ese poder arbitrario de los patricios. Lo consiguieron con la Ley de las Doce Tablas.
Así, la República romana logró un gran progreso en lo que andando el tiempo se
conocería como el Estado de Derecho.
Hubo que
esperar más de milenio y medio para un nuevo triunfo en la lucha por el
Derecho: la Carta Magna inglesa de 1215 que dice en su artículo 39, todavía
vigente: “Ningún hombre libre será detenido, ni preso, ni privado de su
propiedad a no ser en virtud de un juicio legal de sus pares y según la ley del
país”. La Revolución inglesa del siglo
XVII continuó con esta lucha por el Derecho y produjo los otros dos grandes
textos históricos del constitucionalismo inglés: la Petion of Right de 1628 y el Bill
of Rights de 1689. Sobre estas sólidas bases se construyó un vigoroso
gobierno parlamentario y un eficaz sistema de derechos de los ciudadanos
garantizado por el sistema judicial, el rule of law. A finales
del año pasado tuvimos ocasión de ver hasta qué punto los tribunales ingleses
controlan el poder arbitrario del Gobierno: cuando el conservador Boris Johnson
prorrogó las vacaciones veraniegas del Parlamento para así evitar que se
aprobara una ley contraria a su posición sobre el Brexit, la decisión fue
recurrida y el Tribunal Supremo consideró el cierre “ilegal, nulo y sin efecto”
en su Sentencia de 24 de septiembre de 2019.
El
final del siglo XVIII vio las dos grandes revoluciones de Estados Unidos y
Francia, que produjeron textos para limitar el poder político de tanto valor
simbólico y normativo como la Constitución americana de 1787 y la Declaración
francesa de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789. En el siglo XIX los americanos avanzaron
mucho más que los europeos en la judicialización de la política: su Tribunal
Supremo decidió en su celebérrima sentencia Marbury contra Madison de 1803 que
los tribunales americanos podían controlar la constitucionalidad de las leyes.
Gracias a esta judicialización de la política, el pasado octubre cinco juzgados
federales suspendieron la aplicación de un decreto
ley de Trump que cambiaba los criterios legales para conseguir la
nacionalidad norteamericana en perjuicio de los pobres.
A
principios del siglo XX fue abriéndose paso en Europa la idea de que el modelo
americano de judicialización de la política tenía más ventajas que el sistema europeo
de separación de poderes y ausencia de control jurisdiccional de la ley, la
decisión política por excelencia en un sistema democrático. Por eso, tras la Segunda
Guerra Mundial casi todos los Estados democráticos de Europa occidental crearon
tribunales constitucionales y cuando cayó el telón de acero igual hicieron los
de Europa oriental. Por si no era suficiente, se creó en 1950 un Tribunal
Europeo de Derechos Humanos cuyas sentencias muchas veces suponen un duro
correctivo a los políticos nacionales, como hemos podido ver este mismo mes de
enero cuando el Tribunal ha condenado a Lituania porque sus autoridades se
negaron a investigar un ataque en internet a una pareja homosexual (Sentencia
de 14 enero de 2020, caso Beizaras c. Lituania).
La
España democrática se sumó con pasión a esa ola de judicialización de la
política con la creación de un Tribunal Constitucional. Y no pocas de sus
sentencias en las que corrige normas y decisiones políticas han merecido el
caluroso aplauso de las fuerzas progresistas. Por ejemplo, cuando declaró que
no se podía exigir a los diputados que usaran literalmente la fórmula de
acatamiento de la Constitución porque ese rigorismo excesivo ataca el derecho
de participación (STC 74/1991); o cuando anuló un buen número de los artículos
que había recurrido la Generalitat de la Ley Orgánica para la mejora de la
calidad educativa (STC 14/2018). Pero no
solo la jurisdicción constitucional ha controlado la política de un modo
impensable en el siglo XIX, sino que también lo ha hecho la jurisdicción
ordinaria, anulando indultos tan escandalosos como el otorgado por el Gobierno
de Rajoy a un kamikaze que mató a otro conductor en Valencia (STS 5997/2013) y
el otorgado por el de Zapatero a un ilustre banquero (STS 546/2013).
En
1872 el gran jurista liberal Rudolph von Ihering escribió “La lucha por el
Derecho”, una reivindicación del esfuerzo “eterno” para controlar el poder
arbitrario. Por eso, al afirmar que hay que desjudicializar la política, el
nuevo Gobierno de Sánchez nos ha sorprendido a todos lo que pensábamos que aún
se puede progresar en el control de algunas zonas oscuras del poder. Todavía no
ha tenido tiempo de explicar qué significa exactamente eso, pero su decisión de
recurrir judicialmente el pin
parental establecido por la Región de Murcia nos tranquiliza a los que pensamos
que no puede significar permitir que las Autonomías se salten la ley. Ahora
solo hace falta que demuestre esa misma voluntad de defender el ordenamiento
jurídico democrático tous azimuts, en
todas las direcciones del mapa autonómico.
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