Anuario Joly Andalucía 2022, Sevilla, 2022, págs. 51-52.
En los primeros días de marzo de 2020 el Gobierno declaró el estado de alarma con el fin de “afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus COVID-19" (¡sic!). En general, la decisión fue bien acogida por la sociedad, con independencia de que se criticara su tardanza o alguna de las restricciones de derechos incluidas en el Decreto 463/2020. Ese respaldo se puso de manifiesto cuando a los quince días el Congreso tuvo que votar su prórroga: 328 votos favorables, ninguno en contra y 28 abstenciones. El apoyo fue disminuyendo en las siguientes cinco prórrogas, pero la base jurídica del confinamiento y demás medidas restrictivas estaba clara: se tomaban basándose en la Ley Orgánica 4/1981 que desarrolla los mandatos del artículo 116 de la Constitución. Si acaso, los juristas nos pusimos a discutir si el estricto confinamiento podía tomarse solo con el estado de alarma (mi opinión) o si era necesario declarar el de excepción, alternativa que resolvió el Tribunal Constitucional, con irritante retraso, a favor de este último.
Si la
Ley Orgánica 4/1981 daba cobertura legal general a las medidas excepcionales
contra la COVID, lo cierto es que mirando lo que se estaba haciendo en los
grandes estados democráticos europeos como Francia, Alemania y el Reino Unido,
en España fue ganando adeptos la idea de buscar una base jurídica que no fuera
la legislación excepcional y sí una especifica sanitaria. El propio Presidente
del Gobierno adoptaría esa idea al solicitar la quinta prórroga del Estado de
alarma en el Pleno del Congreso. Incluso enumeró las leyes, básicamente sanitarias, que quería
modificar para “gestionar el seguimiento de la pandemia una vez que se levante
el estado de alarma”. La idea parecía adecuada: dejar los estados excepcionales
para lo que podemos llamar crisis políticas, situaciones de desafío al Estado
(huelgas, insurrecciones, etc.) y regular en las legislaciones especiales las
situaciones derivadas de imponderables naturales.
A pesar
de la promesa gubernamental, cuando llegó el otoño de 2020 y, con él, una nueva
ola de COVID, los cambios regulatorios no se habían producido. Por eso, el
Gobierno consideró imprescindible el estado de alarma, nada menos que por seis
meses, como argumentó en el largo preámbulo del Decreto 926/2020: “en una
situación epidemiológica como la actual, resulta imprescindible combinar las
medidas previstas en la legislación sanitaria con otras del ámbito del derecho
de excepción”.
Cuando
llegó la primavera de 2021 y se vislumbraba el fin del estado de alarma, el
Gobierno lanzó una nueva idea: ya no era necesario modificar las leyes
sanitarias porque estas sí que ofrecían suficientes “instrumentos jurídicos” a
las Comunidades Autónomas para tomar las medidas restrictivas de derechos
fundamentales que consideraran necesarias. El Presidente, ocupado en grandes
temas, no tuvo tiempo de explicar los detalles que le habían hecho cambiar de
opinión, si no se había modificado ninguna de las leyes que él mismo había
dicho que era necesario modificar, cuando además el Consejo de Estado le
acababa de dar la razón: “La Ley
Orgánica 3/1986 contiene una regulación en extremo genérica de las medidas
especiales en materia de salud pública limitativas de derechos fundamentales
[...] por lo que podría resultar
insuficiente para hacer frente, de acuerdo con los principios constitucionales
de eficacia administrativa y seguridad jurídica, a las necesidades a las que se
enfrentan las autoridades sanitarias” (Dictamen 213/2021, de 22 de marzo). Tan insuficiente regulación que, en mi opinión, se le podría aplicar
la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que anuló varios artículos
restrictivos de derechos fundamentales de la Ley Orgánica 15/1999, de
Protección de Datos de Carácter Personal por "la falta de precisión de la
ley en los presupuestos materiales de la limitación de un derecho fundamental” (STC
292/2000, de 30 de noviembre; luego repetida en la STC 76/2019, de 22 mayo).
Por eso, terminado el estado de alarma el 9 de
mayo de 2021 y estando la pandemia en pleno apogeo, los consejeros de Sanidad
comenzaron a dictar toques de queda, reducir aforos, exigir certificados de
vacunación y demás medidas que seis meses antes el Decreto 926/2020 había
argumentado que solo se podían adoptar bajo el estado de alarma. La única
cobertura legal de todas ellas era la, en extremo genérica, autorización
para adoptar las medidas “que se consideren necesarias en caso de riesgo de
carácter transmisible” del artículo tercero de la Ley Orgánica 3/1986. Como
según hemos visto, esa cobertura legal era claramente insuficiente, las medidas
deberían haber sido declaradas ilegales por los tribunales ordinarios. Sin
embargo, el Tribunal Supremo las ha avalado sin más condición que exigir que
las autoridades autonómicas justifiquen que resultan “indispensables a la luz
de la situación epidemiológica”. Bueno, y añadiendo lamentos sin ninguna
consecuencia jurídica del tipo “el artículo tercero es innegablemente escueto y
genérico"; “no fue pensado para una calamidad de la magnitud de la
pandemia de covid-19, sino para los brotes infecciosos aislados que surgen
habitualmente", etc.
Así las
cosas, la repuesta a la pregunta ¿es necesaria una ley de pandemias?, que tanto
nos hacen los periodistas a los juristas, se responde con un sencillo “hoy,
para nada”. Todas las medidas restrictivas de derechos que se han tomado en
2021 se han tomado con la legislación previa a la COVID y en una insólita
colaboración entre las autoridades sanitarias y los tribunales prácticamente
desconocida en el mundo. Si acaso, la pregunta sería ¿para que se declararon
los estados de alarma? El primero fue insuficiente porque establecía unos
confinamientos estrictos que solo se pueden tomar en el estado de excepción y
el segundo fue superfluo porque todas las medidas que contenía las pueden tomar
por sí mismos los Gobiernos autonómicos. Claro que bien mirado, podemos
presumir de la gran perspicacia de nuestros legisladores del pasado siglo, no
como el resto de Estados de la Unión Europea que se han visto obligados a
modificar sus leyes sanitarias para permitir a sus autoridades tomar medidas
inéditas que ninguna ley había previsto. Que eso se haya logrado con
interpretaciones imaginativas de la Ley Orgánica 3/1986, que nos aleja de la
idea de establecer un gobierno de leyes y no de hombres, es un pequeño precio
que solo algunos teóricos del Estado de Derecho lamentarán.
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