El
libro de memorias del rey Juan Carlos, Reconciliación, contiene una reflexión constitucional en la
que merece la pena detenerse: según su interpretación el hecho de que la
Constitución instaure la monarquía citándolo a él expresamente, supone que “la
monarquía no descansa sobre varias generaciones de monarcas constitucionales;
descansa enteramente sobre mí”. No es como el Reino Unido, que nunca ha conocido
una república. Al excluirme, temo que la Casa Real debilite la monarquía. Temo
que se produzca una fisura que resquebraje los cimientos con el riesgo de que,
a la menor tempestad, todo vacile”.
Pasemos
por alto el pequeño error histórico sobre la falta de conocimiento británico de
la república, ya que la tuvieron en el siglo XVII, solo que bajo el nombre de Commonwealth of England y además al modo francés, tras decapitar al rey,
Carlos I, lo que nunca ha sucedido con las dos repúblicas españolas.
Centrémonos en lo principal, que lógicamente es la institución en España y no
en el extranjero.
El
rey emérito acierta al afirmar que la Constitución de 1978 instauró la
monarquía porque se aparta de las constituciones monárquicas de nuestra
historia que admitían esta institución como un prius previo, algo dado, más o menos como el territorio y los
habitantes con los que había que estructurar el Estado, de ahí que Antonio Cánovas
del Castillo teorizara que era parte esencial de la Constitución interna (histórica)
de nuestro país. Por el contrario, el texto vigente afirma que “La Corona de
España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón,
legítimo heredero de la dinastía histórica”. Hasta 1978 ningún monarca había
aparecido dentro del articulado de la Lex
legum.
También
es cierta la afirmación de Juan Carlos de que la aprobación en referéndum le
dio a la monarquía un plus de legitimidad democrática, sin que ahora importe
mucho si la votaron el “87% de los españoles”, como erróneamente señala, o solo
de los participantes en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. En cualquier
caso, cerca de 16 millones de españoles votaron a favor de la Constitución vigente,
que consagra la monarquía parlamentaria como “forma política del Estado
español”.
Ahora bien, afirmar que, porque la monarquía se instauró partiendo de él, por eso “descansa enteramente sobre mí” es una opinión más que discutible, cuando no distorsionada o, mejor, trasnochada: no se puede mantener una concepción de la monarquía como una institución que depende de una persona. Jurídicamente, porque la monarquía descansa en la Constitución, igual que las demás instituciones del Estado. Y políticamente porque la Corona encuentra su legitimidad en la utilidad social; es decir, en cómo ejerza el monarca sus funciones. Si en la actualidad no pocos republicanos de teoría aceptamos con agrado que el Jefe del Estado sea Felipe VI es porque consideramos que está cumpliendo una función útil para la convivencia política y social. Por decirlo con las palabras de un buen amigo: hoy por hoy parece que la “monarquía parlamentaria es la única república posible en España”.
Así
las cosas, Juan Carlos vuelve a errar cuando escribe que "Atacándome, no
es a mi persona a la que se golpea, pues en el fondo desde ahora soy poca cosa,
sino a la institución de la Corona. Denigrándola, se perjudica al Estado, a la
unidad del país y a sus fundamentos democráticos". Desde el punto de vista
constitucional, es más que evidente que poco se ataca a la Corona por criticar
a quien ya no es su titular, más todavía a quien dejó de serlo debido a su
conducta, porque como dice el maestro Manuel Aragón la irresponsabilidad del monarca tiene la
contrapartida de la ejemplaridad. Juan Carlos no la tuvo y de ahí su abdicación
en junio de 2014.
También
es evidente que no prestigia a la Corona que quien la llevaba se aprovechara de
ella para negocios particulares, algunos rayando en lo delictivo. Y así las
cosas, es cierto que más de un enemigo de la monarquía ataca al rey emérito con
el fin de debilitar a la institución; pero la solución no es como él pide,
dejar de criticarlo. Antes al contrario, es un nuevo motivo de crítica.
No podemos
decir que la solución a las críticas a la monarquía por culpa de Juan Carlos
sea que el rey no hubiera realizado esas conductas reprochables, porque eso es
lo mismo que llorar sobre la leche derramada; pero sí que la solución
-perfectamente a su alcance- es aceptar con dignidad todos los reproches que se
le hacen, lo que hará que, con el tiempo, su activo (su decisiva contribución a
la instauración de la democracia) vuelva a ocupar un lugar más visible que su
pasivo (su posterior comportamiento poco ejemplar). Por decirlo con sus propias
-ya algo gastadas- palabras de noviembre de 2007: “¿Por qué no te callas?”.

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