Artículo publicado en EL OBSERVATORIO de los nueve periódicos del Gupo Joly, domingo, 2 de noviembre de 2008. VERSIÓN COMPLETA, la abreviada puede consultarse en: Diario de Sevilla
Soy un republicano convencido. Me parece que la República es una forma política infinitamente superior a la Monarquía, que no deja de ser una institución contraria a los grandes principios del Estado de Derecho, la igualdad y la libertad. Contra esta evidencia, ya demostrada por la democracia ateniense hace dos mil años, se ha levantado en España un poderoso y bien articulado discurso monárquico que glosa las ventajas, aquí y ahora, de la Monarquía parlamentaria encarnada en Juan Carlos I. Estrategia muy inteligente porque en el plano de los principios la Monarquía poco tiene que decir: la legitimación hereditaria es un argumento muy débil para superar, en una sociedad democrática, tanto la ruptura de la igualdad que supone privilegiar a una familia como la restricción a la libertad de los ciudadanos para elegir a la más alta magistratura del Estado.
Pero no cabe duda de que en el plano de la utilidad social del rey Juan Carlos I se han dado argumentos de mucho peso, empezando por su papel de motor del cambio y de estabilidad institucional. No me convencen, pues siendo verdad que el Rey fue vital para desmontar el franquismo no por eso vamos a tener que mantenerlo a él y a su familia por los siglos de los siglos en la Jefatura del Estado. Tampoco creo que la estabilidad institucional se deba a la Monarquía, que en mi opinión depende mucho más de la cultura política de un país. Suiza, siendo república, es sumamente estable y Bélgica, monarquía, todo lo contrario y parece dirigirse hacia la desintegración. Ejemplo que sirve, de paso, para mitigar la importancia del argumento de que el Rey puede representar mejor a todas las nacionalidades y regiones pues no tiene ningún origen geográfico mientras que cualquier presidente de la República sí lo tendría. Además, el juicio celebrado esta semana contra independentistas catalanes por injurias a la Corona más bien avala la tesis contraria: se puede convertir en un símbolo fácil del “Estado opresor”.
Otros argumentos de peso a favor de la utilidad de la Monarquía hacen referencia a su papel de árbitro, de creador de consensos, incluso a su capacidad de influencia internacional, que se consigue gracias a su prolongada permanencia en la Jefatura del Estado. Es verdad que el Rey no es de derechas ni de izquierdas, pero en Alemania, Irlanda, Israel y otras muchas repúblicas el Presidente también realiza ese papel moderador a pesar de tener un pasado político. Por supuesto que en Latinoamérica todo el mundo conoce a Juan Carlos, mientras que la mayoría de Presidentes son menos conocidos. Pero esta permanencia es un arma de doble uso: puede ser buena para España o puede ser nefasta si en un momento determinado se actúa de manera tal que se ofende a una parte de la colectividad, como pasó el año pasado con el famoso “¿Por qué no te callas?”, que molestó a bastantes latinoamericanos y las recientes y desmentidas opiniones de la Reina sobre los matrimonios entre homosexuales.
Ni siquiera me convence el argumento económico, que insiste en lo poco que cuesta la Monarquía, 8,29 millones de euros según los Presupuestos Generales para 2007 frente a los 25,10 millones que recibe el Presidente alemán y los 224 del italiano. No ya porque habría que revisar si en otras partidas presupuestarias se incluyen gastos originados en la Casa Real (como los de seguridad), sino porque, por un lado, en cualquier caso estamos hablando de gotas de agua en un mar presupuestario y por otro, si desarrollamos este argumento habría que instaurar la Monarquía absoluta, más barata que el Estado democrático y autonómico que tenemos.
En fin, ni estos ni otros argumentos monárquicos en los que no puedo detenerme -como el de su aceptación popular- me han hecho abdicar de mi fe republicana. Sin embargo, esta semana he flaqueado en ella por culpa del “discurso republicano” con el que José Antonio Barroso, alcalde de Puerto Real, celebró el 14 de abril y que, al parecer, cuenta con el respaldo del PCE: defender la República calificando al Rey de corrupto y crápula, hijo de crápula y madre licenciosa que “aunque no le colguemos con los intestinos de los obispos lo tendremos que echar” le hace a uno dudar de sus convicciones. Lo mismo que el otro discurso de quemar sus fotos, que inevitablemente recuerda la Edad Media. Por fortuna, el clásico vino a salvarme: a menudo uno se encuentra defendiendo una causa justa al lado de personas impresentables.
Soy un republicano convencido. Me parece que la República es una forma política infinitamente superior a la Monarquía, que no deja de ser una institución contraria a los grandes principios del Estado de Derecho, la igualdad y la libertad. Contra esta evidencia, ya demostrada por la democracia ateniense hace dos mil años, se ha levantado en España un poderoso y bien articulado discurso monárquico que glosa las ventajas, aquí y ahora, de la Monarquía parlamentaria encarnada en Juan Carlos I. Estrategia muy inteligente porque en el plano de los principios la Monarquía poco tiene que decir: la legitimación hereditaria es un argumento muy débil para superar, en una sociedad democrática, tanto la ruptura de la igualdad que supone privilegiar a una familia como la restricción a la libertad de los ciudadanos para elegir a la más alta magistratura del Estado.
Pero no cabe duda de que en el plano de la utilidad social del rey Juan Carlos I se han dado argumentos de mucho peso, empezando por su papel de motor del cambio y de estabilidad institucional. No me convencen, pues siendo verdad que el Rey fue vital para desmontar el franquismo no por eso vamos a tener que mantenerlo a él y a su familia por los siglos de los siglos en la Jefatura del Estado. Tampoco creo que la estabilidad institucional se deba a la Monarquía, que en mi opinión depende mucho más de la cultura política de un país. Suiza, siendo república, es sumamente estable y Bélgica, monarquía, todo lo contrario y parece dirigirse hacia la desintegración. Ejemplo que sirve, de paso, para mitigar la importancia del argumento de que el Rey puede representar mejor a todas las nacionalidades y regiones pues no tiene ningún origen geográfico mientras que cualquier presidente de la República sí lo tendría. Además, el juicio celebrado esta semana contra independentistas catalanes por injurias a la Corona más bien avala la tesis contraria: se puede convertir en un símbolo fácil del “Estado opresor”.
Otros argumentos de peso a favor de la utilidad de la Monarquía hacen referencia a su papel de árbitro, de creador de consensos, incluso a su capacidad de influencia internacional, que se consigue gracias a su prolongada permanencia en la Jefatura del Estado. Es verdad que el Rey no es de derechas ni de izquierdas, pero en Alemania, Irlanda, Israel y otras muchas repúblicas el Presidente también realiza ese papel moderador a pesar de tener un pasado político. Por supuesto que en Latinoamérica todo el mundo conoce a Juan Carlos, mientras que la mayoría de Presidentes son menos conocidos. Pero esta permanencia es un arma de doble uso: puede ser buena para España o puede ser nefasta si en un momento determinado se actúa de manera tal que se ofende a una parte de la colectividad, como pasó el año pasado con el famoso “¿Por qué no te callas?”, que molestó a bastantes latinoamericanos y las recientes y desmentidas opiniones de la Reina sobre los matrimonios entre homosexuales.
Ni siquiera me convence el argumento económico, que insiste en lo poco que cuesta la Monarquía, 8,29 millones de euros según los Presupuestos Generales para 2007 frente a los 25,10 millones que recibe el Presidente alemán y los 224 del italiano. No ya porque habría que revisar si en otras partidas presupuestarias se incluyen gastos originados en la Casa Real (como los de seguridad), sino porque, por un lado, en cualquier caso estamos hablando de gotas de agua en un mar presupuestario y por otro, si desarrollamos este argumento habría que instaurar la Monarquía absoluta, más barata que el Estado democrático y autonómico que tenemos.
En fin, ni estos ni otros argumentos monárquicos en los que no puedo detenerme -como el de su aceptación popular- me han hecho abdicar de mi fe republicana. Sin embargo, esta semana he flaqueado en ella por culpa del “discurso republicano” con el que José Antonio Barroso, alcalde de Puerto Real, celebró el 14 de abril y que, al parecer, cuenta con el respaldo del PCE: defender la República calificando al Rey de corrupto y crápula, hijo de crápula y madre licenciosa que “aunque no le colguemos con los intestinos de los obispos lo tendremos que echar” le hace a uno dudar de sus convicciones. Lo mismo que el otro discurso de quemar sus fotos, que inevitablemente recuerda la Edad Media. Por fortuna, el clásico vino a salvarme: a menudo uno se encuentra defendiendo una causa justa al lado de personas impresentables.
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