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ESQUIZOFRENIA DEMOCRÁTICA

Artículo publicado en Granada Hoy el 1 de marzo de 2009 a propósito del referéndum local sobre el PGOU celebrado en Almuñecar el 28-F.

No hay una técnica de participación política que de más protagonismo y poder a los ciudadanos que el referéndum, donde deciden por sí mismos una cuestión de especial trascendencia para la comunidad. Por eso, incluso hay quien considera que el referéndum y otras técnicas de participación directa configuran la única forma posible de democracia; no en balde Rousseau descalificaba las elecciones y al Parlamento británico diciendo que en ellas los ciudadanos ingleses se creían libres pero en realidad sólo lo eran el día de la votación, mientras que el resto del tiempo eran esclavos de sus representantes. En general, las fuerzas progresistas se muestran favorables en todo el mundo a la democracia directa, mientras que los partidos conservadores prefieren la democracia representativa. Sin embargo, la izquierda española tiene una actitud un punto más compleja, pues si bien en el nivel teórico es muy favorable a todas las nuevas fórmulas de intervención directa de los ciudadanos en las decisiones políticas (como los presupuestos participativos), lo cierto es que en el plano práctico es mucho más prudente. La prueba está en la propia Constitución que, por la presión del PSOE y el PCE contra Fraga y su Alianza Popular, es tremendamente restrictiva con el referéndum y, en general, con todas las técnicas que pudieran suponer una pérdida de control del proceso político por parte de los partidos, como puede ser la iniciativa legislativa popular, reducida a ámbitos mínimos, casi ridículos.

Siete años después de aprobada la Constitución; en 1985, con el PSOE en el poder y menos miedo a una manipulación demagógica, la Ley de Bases de Régimen Local permitió el referéndum local en “asuntos de la competencia propia municipal y de carácter local que sean de especial relevancia para los intereses de los vecinos”, con unas precauciones mínimas: que lo decida el Pleno por mayoría absoluta y que lo autorice el Gobierno. A pesar de ello, el desinterés de los políticos por este tipo de consulta popular ha sido tan evidente que no existe todavía una legislación específica que la regule y apenas se han producido referéndums locales válidos. En Andalucía, el único que soy capaz de recordar es el que organizó Maracena el 28 de febrero de 1995 para peatonalizar una calle conflictiva.

Así las cosas, no debemos de extrañarnos que los partidos políticos no se hayan mostrado especialmente favorables al referéndum sobre el PGOU de Almuñécar, redactado por Benavides y sin el apoyo del PSOE. La primera línea de ataque fue la jurídica: el PGOU no es competencia propia de los Ayuntamientos pues lo aprueba definitivamente la Comunidad Autónoma, argumento usado por el Gobierno para negar su autorización. Pero ese razonamiento era muy endeble y el Ayuntamiento almuñequero (defendido por uno de los mejores administrativistas de España, Antonio Tastet) consiguió que el Tribunal Supremo lo anulara en octubre de 2008: la consulta no invade las competencias autonómicas pues solo pregunta si se respalda el acuerdo del Pleno municipal de 17 de agosto de 2005 de aprobación inicial del PGOU.

Derrotada la línea jurídica, no veo nada claro la línea política que han adoptado PSOE, IU y mi muy admirado grupo Ecologistas en Acción de descalificar el referéndum hasta el punto de llamarlo “farsa” y “pantomima jurídica”. Entiendo sus razones de fondo: Convergencia Andalucista usa el referéndum como arma contra la Junta de Andalucía, que pretende corregir alguno de los desaguisados urbanísticos previstos en el PGOU. Más todavía, el pronóstico del referéndum es desde 2005 tremendamente fácil: Benavides, invencible en la arena electoral, conseguirá una aplastante victoria pues unirá a los votos de sus partidarios el de los propietarios beneficiados y el de todos los que por una razón u otra sientan que el nuevo PGOU les favorece. Pero eso no puede llevar a los partidos constitucionales a una estrategia esquizofrénica en la que ataquen un instrumento de participación democrática. Saltarse los propios principios siempre es una debilidad que, antes o después, acaba pasando factura, y no solo en términos de salud democrática de una comunidad, sino incluso en términos electorales para los propios partidos que caen en esa incongruencia.

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