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EL ENCAJE DEL REY EN EL ESTADO DE DERECHO

      Artículo publicado el 19 de junio  de 2011 en El Diario de Cádiz y los otros ocho periódicos del Grupo Joly .

    La monarquía parlamentaría es la forma constitucional que permite sobrevivir a los reyes en las democracias modernas. Una institución estamental, históricamente legitimada en una supuesta elección divina, ha logrado mantenerse en las sociedades igualitarias gracias a su función simbólica, desprovista de poderes decisorios. El rey reina pero no gobierna, según la clásica frase de Adolphe Thiers.  La Constitución española desarrolla esa fórmula declarando que el rey es inviolable e irresponsable y trasladando al Gobierno la responsabilidad de sus decisiones políticas. Pero en la mudanza del antiguo régimen al moderno, el estatuto del rey se ha traído algunos elementos que no son fácilmente asimilables por un Estado democrático, como la preferencia del varón sobre la mujer, la tutela penal reforzada que disfruta contra las injurias (criticada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) y la tradicional benevolencia de los medios de prensa hacia la familia real.

    Por mi cuenta y riesgo añado a este ramillete de cuestiones poco acordes con un Estado de Derecho, otra sobre la que no se habla demasiado: la potestad del rey de repartir títulos nobiliarios a iniciativa propia y no a propuesta del Gobierno. Si miramos los primeros Decretos en los que el rey concedía títulos tras la entrada en vigor de la Constitución (por ejemplo en 1981 a su hermana Margarita y a Andrés Segovia) vemos que se siguió exactamente la misma fórmula que se empleaba antes de su aprobación: el título se concedía por el “real aprecio”, sin cita de ninguna base legal.  A partir de la mitad de los 80 estos Decretos nobiliarios añaden un inciso más congruente con el Estado constitucional: los títulos ya no se otorgan exclusivamente por el “real aprecio”, sino que además se dan “de  acuerdo con la legislación nobiliaria española”.

    Esa “legislación nobiliaria” no es otra que la Ley de 4 de mayo de 1948, por la que se restablece la legalidad vigente con anterioridad al 14 de abril de 1931 en las Grandezas y Títulos del Reino, si bien el Tribunal Constitucional la diluye citándola con el Real Decreto de 27 de mayo de 1912 sobre reglas para la concesión de títulos y el Decreto XXXVIII de las Cortes Constitucionales del Trienio Liberal, de 27 de septiembre de 1820 (STC 27/1982 de 24 de mayo). De estas normas se deduce que el Jefe del Estado puede otorgar libremente los títulos nobiliarios que estime conveniente. Así lo hizo Franco y así lo sigue haciendo el rey. Ahora bien, esa regulación preconstitucional pudorosamente cubierta con el manto de la “legislación nobiliaria” por la Ley 33/2006 de Igualdad en la Sucesión de Títulos Nobiliarios y otros textos legales, ¿soporta el control de constitucionalidad?.

    Nuestro Constitucional nunca se ha pronunciado sobre este punto y solo he encontrado un dictamen del Consejo de Estado en que afirma con toda tranquilidad que del artículo 62f de la Constitución se deriva un  “núcleo de decisión específicamente real que opera en las concesiones y rehabilitaciones de títulos nobiliarios a través de Real Decreto, refrendado por el titular del Ministerio de Justicia, sin previa deliberación o acuerdo del Consejo de Ministros ni a su propuesta” (Dictamen del  Consejo de Estado de 22 de abril de 1999).  Sin embargo,  no es eso lo que se aprecia leyendo el artículo 62f que dice que el rey concederá los honores “de acuerdo a las leyes” y no libremente, como sí hace el artículo 65 para el caso de los nombramientos de su Casa. En mi opinión, solo la inercia histórica -sin duda reforzada por el acierto del rey al otorgar los nombramientos- permite que el rey conceda los “honores” nobiliarios a iniciativa propia y no del Gobierno. El artículo 62f de la Constitución no puede ser una excepción al 64, que transfiere al Gobierno la decisión de las funciones del rey.  Como se demuestra con lo que sucede cuando los “honores” y “distinciones” son medallas, cruces  y similares, que se acuerdan en el Consejo de Ministros. Ni siquiera la concesión del Toisón de Oro, que no es una distinción del Estado, sino dinástica, la concede el rey libremente sino “oído el Consejo de Ministros”. ¿Cómo va el artículo 62f a establecer en una sola frase dos procedimientos incompatibles?
    No tiene ningún sentido que un parlamentario pueda preguntar al Gobierno sobre la  concesión del Collar de la Orden de Isabel la Católica al Emir de Qatar (lo concede el Gobierno) y que no se admitiera a trámite una pregunta del senador Iñaki Anasagasti sobre la concesión de los títulos de marqueses otorgados este año alegando que su admisión supondría un control del rey, constitucionalmente irresponsable. Y al hacerlo así, la Mesa del Senado dio un nuevo argumento que demuestra lo inconstitucional que es la actual forma de otorgar los títulos nobiliarios: si su otorgamiento no puede ser controlado en una sociedad democrática, entonces hay que acabar con la costumbre de que el rey, motu proprio, atribuya los títulos pues se ha creado una esfera de poder inmune al control democrático. Debería de hacerlo a propuesta del Gobierno, como se desprende de forma clara de la Constitución. Por mucho que el actual Gobierno sea impopular y por mucho que a una gran mayoría de españoles nos haya gustado el título del Marqués de Del Bosque.

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