Artículo publicado en EL PAÍS el 20 de marzo de 2012
Una de las frases que mejor
recuerdo de mi infancia es “Ese es un viva la Pepa”, que usaba mi abuela para
describir a cierto familiar más amante de la diversión que del trabajo. Durante
mucho tiempo “la Pepa” solo significó para mí desbarajuste y despreocupación,
connotaciones negativas de la expresión que todavía se pueden leer en el
Diccionario de la Academia y que, si no estoy equivocado, eran de uso muy
extendido en la sociedad española hasta la década de 1980. Así que, sin ánimo
de ser aguafiestas, sino todo lo contrario, lo primero que me parece digno de
resaltarse sobre la Constitución de 1812 es que, en la intensa lucha de ideas
que ha recorrido los últimos doscientos años de la Historia de España, los
liberales han perdido muchas batallas, incluidas algunas lingüísticas,
como esta de “ser un viva la Pepa”. Pero, afortunadamente, han ganado la guerra
y hoy todas las fuerzas políticas, económicas y sociales relevantes aceptan la
soberanía nacional, la división de poderes y la garantía de los derechos
fundamentales, los tres pilares esenciales del texto gaditano.
Si los seguidores de la Pepa eran tenidos por unos vagos, sus autores tenían que ser inevitablemente unos exaltados enemigos del Altar y del Trono, como poco más o menos han pasado a la historiografía patria, en contraposición a los moderados que, como Martínez de la Rosa, eran mucho más proclives a mantener las prerrogativas de los monarcas y la aristocracia. Siendo cierta la contraposición entre unos y otros, no es menos cierto que Agustín de Argüelles, Francisco Martínez Marina y los demás autores de la Constitución de Cádiz, lejos del radicalismo francés (al que tantas veces se les ha asociado), se esforzaron por redactar un texto nacional que, según ellos, se basaba en las antiguas libertades de las leyes fundamentales de los reinos hispánicos, traicionadas por la Monarquía Absoluta. Para atraer a los conservadores al campo constitucional y que aceptaran el hermoso grito de “¡Viva la libertad”!, le dieron al Rey unos poderes que hoy nos parecerían exorbitantes (como el control del ejecutivo y la capacidad de vetar leyes), evitaron proclamar la libertad de cultos e incluso llegaron a declarar que la religión católica era “la única y verdadera”, por lo que antes de ir a votar había que escuchar un Tedeum. Ninguna de estas cesiones les sirvieron frente a los partidarios de Fernando VII, que lanzaron en 1814 un grito reivindicativo que explicaba perfectamente todo su programa: “¡Vivan las cadenas!”.
El deseado Fernando abolió la Constitución de 1812, que se convirtió en un texto de veneración por los liberales de medio mundo hasta los nuevos textos surgidos al calor de las revoluciones de 1848. Y no es de extrañar, porque en sus 384 artículos se exponía un completo plan de reforma del Estado y de la sociedad española que hoy día todos suscribiríamos sin dudarlo: soberanía nacional, supresión de los privilegios nobiliarios, igualdad de todos los españoles “de ambos hemisferios”, libertad de comercio, de imprenta, prohibición de la tortura y garantía de otros muchos derechos; separación de poderes, reforma de la Administración y de los Tribunales, unidad de códigos legislativos, impulso de la enseñanza...
Las cadenas gobernaron durante algún tiempo, incluso podemos decir que por mucho tiempo, tanto que la Constitución de 1812 estuvo vigente apenas cinco años (1812-1814 y 1820-1823). Sin embargo, como era inevitable, al final ha triunfado su grito de libertad, pues el viento de la Historia -que antes o después es siempre el viento de la Justicia- estaba de parte de la Constitución gaditana y de su inmarcesible aliento moral.
Comentarios
Hay que reconocer el mérito de los que han llevado a cabo "este asunto de soberanía nacional, la división de poderes y el tema más sobresaliente, la garantía de los derechos fundamentales". Que lástima que los citados "asuntos" queden prisionero en los textos constitucionales o mejor dicho, que sean poco útiles a los ciudadanos.
Estamos viendo como esos derechos inherentes a la forma de gobierno más perfecta conocida, democracia, son poco útiles para frenar el totalitarismo mercantilista al que estamos subyugado.
Detrás de la democracia se oculta el mercado, y este, campa a sus anchas como el toro de lidia español por la dehesa.
Dudo profundamente, como dudaba Descartes sobre su existencia, que las fuerzas económicas vean a estos derechos como una manera de mejorar la vida, sin más, del pueblo, más bien puedo entenderlo como un dique de contención social.
Estos señores que tanto entienden de economía saben aplicar muy bien la sentencia de "nadie da duro por pesetas".