Artículo publicado en EL PAÍS el 1 de febrero de 2016
En tiempos de la Constitución de Cádiz, se tildaba de “enemigos del trono” a los partidarios de limitar el poder del rey, a quienes el obispo Rafael de Vélez pedía combatir con dureza en su difundida obra Apología del Altar y del Trono. Pero el tiempo demostró que los liberales solo eran enemigos del absolutismo, no de la monarquía. Es más, si no se ha cumplido en Europa la profecía del exrey Faruk de Egipto sobre un inmediato futuro con solo cinco reyes en el Mundo (los cuatro de la baraja y el de Inglaterra) se debe a que las monarquías europeas han sabido adaptarse a la democracia. La española no supo hacerlo en varios momentos históricos, y sufrió en sus propias carnes las consecuencias, especialmente en 1868 y en 1931, cuando Isabel II y Alfonso XIII tuvieron que abandonar España por haber unido su destino a los teóricamente más fieles defensores de su trono.
Los constituyentes de 1978 tuvieron muy en cuenta estas enseñanzas de la Historia y diseñaron una monarquía en la que el rey se configura como un símbolo de la unidad del Estado con funciones representativas, sin poder efectivo sobre la política cotidiana. Pero el deseo de proteger a la Corona les llevó a incluir toda su regulación constitucional en el rígido procedimiento agravado de reforma constitucional, mezclando lo fundamental (la declaración de la monarquía parlamentaria del artículo 2) con lo secundario (su regulación en el Título II). Con ello, cerraron la posibilidad de adecuar la monarquía a los nuevos tiempos, como sería suprimir la denostada preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión en el trono. De esa forma, se alineaban, sin pretenderlo, con la tesis de Rafael de Vélez de entender la monarquía como una institución pétrea, lo que produce el efecto paradójico de contribuir a su abolición.
En los comienzos de 2016 tengo la impresión de que algunos fervientes partidarios de la Corona siguen empeñados en defenderla de esa torpe manera. Pensemos, si no, a qué otro motivo se puede deber la apasionada exculpación de la infanta Cristina que ha realizado la Abogada del Estado en el juicio del caso Noos. Si el papel de todo acusador particular, como es la Abogada del Estado en este juicio, es acusar a quien considere culpable ¿a qué viene defender a quien ella no acusa, como si no tuviera ya su propio defensor, reforzado por el Ministerio Fiscal? Y hacerlo, además, basándose en una tesis de tipo procesal muy discutida, la doctrina Botín, ya declarada inaplicable por el juez instructor. La sensación de que el Gobierno ha puesto todos los medios del Estado que ha podido al servicio de la Infanta cunde por toda la sociedad, haciéndonos dudar de la imparcialidad del propio informe de la Agencia Tributaria sobre su deuda tributaria y, de paso, haciéndole un flaco favor a la Monarquía.
En el plano de la reflexión, vengo leyendo algunas opiniones que cometen un error similar pues pretenden atribuir al rey un papel muy preponderante en la compleja situación actual, como si nos encontráramos en la monarquía doctrinaria del siglo XIX y el rey tuviera un “poder moderador”. Así, hay quien ha defendido que el rey no debía firmar el nombramiento de Puigdemont porque es el “guardián de la Constitución”, quien pretende que el rey “lidere una segunda transición”, incluso hay quien defiende que el rey no puede designar candidato a Presidente del Gobierno a Pedro Sánchez con el apoyo de Podemos porque sería proponer a un candidato que “se propone vulnerar la Constitución”. No creo que de la Constitución pueda desprenderse nada parecido. No es asunto del rey determinar si el juramento del presidente de la Generalitat ha sido conforme a Derecho, que para eso están los servicios jurídicos del Estado; como no es de su competencia impedir que un determinado candidato exponga su programa al Congreso. La función del rey en ese punto consiste en proponer como candidato a quien tenga opciones de ser investido, lo que depende de la negociación de los partidos. Pero no proponer una y otra vez a un candidato de un determinado partido (como por cierto ya pasó en Navarra en 1984 y el TC lo anuló por fraude) para forzar la disolución, o buscar una personalidad independiente, ni cualquier otra “solución imaginativa” que solo serviría para poner de moda un verbo casi olvidado y de terribles consecuencias para la monarquía: “borbonear”.
Comentarios