El sábado por la mañana muchos amigos nos dimos cita en el cementerio de San José para despedir a José Luis Serrano. Un día de invierno típicamente granadino: frío y soleado, de esos que le gustaban a José Luis para ponerse en una recachica y charlar sobre literartura, filosofía, política y lo que se terciara, que era buen conversador y capaz de interesarse sinceramente por cualquier cosa que le contara su interlocutor, fuera el último libro de Eduardo Mendoza o la cafetera que no hacía bien el café y había que llevarla a reparar.
A la despedida no faltaron los políticos, incluso casi me atrevería a decir que hubo de más, sobre todo si tenemos en cuenta que se pusieron a controlar quien podía entrar y quien no en la Sala de Ceremonias, con algunos vetos absolutamente grotescos. Pero dejemos eso de lado y sigamos la inteligente decisión de las autoridades de la UGR de no originar ninguna polémica que pudiera emborronar las únicas dos cosas importantes de ese momento: las múltiples muestras de afecto y admiración hacia José Luis y el gran legado que deja. Simplemente no me resisto a comentar la paradoja que supone un sepelio de una gran carga política (tanta que se cantó al final el Himno de Andalucía, pero cambiando la estrofa final de España) de una persona que se definía así mismo como profesor y escritor, sin rastros de político: http://www.joseluisserrano.eu/acerca-de-jose-luis-serrano/
El acto también nos dejó la intervención de varios amigos íntimos de José Luis que, con el corazón en la mano, recordaron su figura. Por todos ellos, copio debajo las palabras de Miguel Pasquau. También copio las de una antigua alumna suya, que desde otro punto de vista da una visión acertada de "el Serrano". Por mi parte, poco puedo agregar. Si acaso, que admiro -casi diría que envidio- su constancia en defender el autogobierno de Andalucía, como demuestra este vídeo, en el que reivindica con pasión el 4 de diciembre de 1977 en el mismísimo Parlamento de Andalucía. Desde luego, el 4-D es una fecha imborrable para todos los que asistimos y, para mí, hoy lo es un poco más: me tiré toda la manifestación cogido de la mano de José Luis pues los dos, como militantes del PSA, éramos miembros ilusionados del servicio de orden.
Ya he escrito en twitter que Shakespeare acertó: “Somos de la misma materia que los sueños y el sueño envuelve nuestra breve vida”.
Inmaculada Ramos Tapia Recordais las clases ´que nos dió en primero de carrera? Sólo fueron algunas clases, sustituyendo a Modesto Saavedra, pero aún recuerdo perfectamente que nos habló de Wittgenstein y de su teoría sobre el lenguaje y a la mayoría nos encantó...aunque creo que ninguno nos pusimos a leer a Wittgenstein!. Luego, como compañero de Facultad he tenido la suerte de oirlo en conferencias, seminarios compartidos, o charlas en los pasillos. Siempre afable, brillante conversador, afectuoso. Le vamos a echar de menos en la Facultad, a donde esperábamos que volviera tras su recien estrenada etapa como parlamentario andaluz. Ahora volverá su memoria.
Miguel Pasquau: El Octavo Cielo de José Luis Serrano
o conocí
en aquella época en que todo parecía posible y yo andaba buscando
bifurcaciones, cuando empezaban a
interesarme más las curvas que las rectas en las que hasta entonces me había empeñado. Eran los años 20 de nuestras
vidas, y nada podía hacer pensar que recorreríamos juntos los 30, los 40 y los
50, porque no podíamos ser más distintos: él alto y yo bajito; él penibético y
yo rozando lo manchego; yo cristiano y él creador de dioses caprichosos; él
rojiverde, y yo un poco gris; él Horacio Oliveira y yo Manu Traveler; y para
colmo me gustaba la sopa de caldo de pollo, probablemente lo que él más ha
odiado en su vida. No estábamos hechos precisamente para encontrarnos, pero un
conjunto de azares provocados más por la risa que por el destino, nos hizo
amigos durante treinta años. Aprendí de él la vida curva y la iconoclasia, me
ayudó a escapar de los laberintos de la culpa, me desordenó los cuadros
cartesianos de abscisas y ordenadas, me señaló con el dedo a Cortázar, me corrigió severamente por confundir el título “Queremos tanto
a Glenda” con un horrible “Todos te
queremos mucho, Glenda”, me hizo
entender la versión apócrifa de Granada, y todo a cambio de muy poco: no
tengo duda de que en una excavación arqueológica de mi personalidad
llamaría la atención un giro o inclinación de cierta nitidez a partir
del estrato de los 25 años. Ese giro tiene nombre: se llama José Luis
Serrano.
---o0o---
Diez
de septiembre de 2015. Se estaba acabando el último verano. En mi teléfono
encontré un mensaje de José Luis: “Miguel,
llámame cuando puedas”. Asocié ese mensaje con otros dos que quedaban algo
más arriba en la pantalla. Uno, de julio: “Miguel,
necesito un par de vinos o siete contigo”; otro, más antiguo: “Miguel, necesito hablar contigo para
decisiones fuertes”. Así que debía de tratarse de una cita que se había ido
demorando por culpa de la política, quizás para hablar de política o de todo lo
contrario. Lo llamé, desprevenido, y el teléfono disparó una ráfaga de cuatro
palabras que odio con toda mi alma desde hace un tiempo: cáncer, páncreas,
metástasis, hígado. Fue la frase más fea y horrible que jamás le he oído
pronunciar en su vida.
En
el insomnio largo de aquella noche, el ángel malo me susurraba: “seis meses”,
mientras el ángel bueno se empeñaba en convencerme de que no le hiciera caso al
otro, que no siempre se cumplen los peores augurios, y que lo único cierto era
que mi amigo estaba vivo y que la longitud del futuro es una incógnita que no
merece la pena despejar.
Un
otoño y medio invierno ha durado ese futuro. Cada noche, cuando en estos meses
salía a pasear al perro, subía a una colina que hay cerca de casa y desde un
mirador veía su casa, en la otra ribera del Genil. Siempre con alguna luz
encendida. “José Luis, resiste”, decía una y otra noche, como una letanía. Pero
siempre el ángel malo repetía su otra letanía: “seis meses”.
Ahora,
de
pronto, apenas cinco meses después de aquel disparo, José Luis es un
inmenso
pasado sin clasificar y un caleidoscopio alborotado de relámpagos que me
hieren
y me curan, que me hacen llorar y sonreír, que me iluminan y me
oscurecen. Miro
atrás, y lo encuentro en todas partes. Estoy seguro de que a vosotros os
está
pasando lo mismo. Cada uno con su cajón de recuerdos desordenados de
vuestro
amigo José Luis. Lo oigo llorar de risa, disertar sobre la entropía del
sistema jurídico y enfadarse cuando se me olvida que Andalucía es una
nación. Veo su cara cuando
le entra la carta que le da la escalera de color a la que aspiraba en
todos los
descartes -porque nada de conformarse con un trío-. Lo veo salir en
julio del 94 con una camisa
blanca y digna y un puro habano de un apartamento de la rue de Varenne,
en
París, con dirección al Café de Flore; o quizás es el verano del 87,
pero
entonces es Trevélez, lleva una camisa intolerable de colorines
amarillos y
marrones y un Faria, con dirección al Café del Río. Veo su cara
mientras, en
noviembre, cerca de Antequera, nos dice a Francis y a mí que cree que
está
curado, y lo recuerdo, como lo recordamos muchos, despedirse por un
tiempo de
la política activa y explicando que el capitalismo es un cáncer al que
sólo
puede resistirse con la tenacidad de la memoria.
Miro
atrás y lo veo en todas partes. En estos últimos días no he parado de mirar
atrás, porque ya casi no estaba aquí al lado, ya empezaba a no ser
contemporáneo, ya estaba alejándose, aturdido, dentro de la habitación 305, en
un tiempo de ritmo distinto al tiempo en el que nosotros hablábamos de él en la
sala de espera. He procurado olvidarme de ese cuerpo devastado y aferrarme al
alma, pero entonces me viene una de las frases que con más énfasis subrayé de
todas las suyas: “El alma, como la
cebolla, no tiene centro, sino sólo cáscaras hechas de sueños y recuerdos”
(“Brooklyn Babilonia”, 2009). Es verdad, cáscaras de sueños y recuerdos que no
son el centro de ninguna circunferencia perfecta, sino materia viva, un
relámpago entre dos oscuridades en busca de una armonía que nunca se deja atrapar,
porque la armonía sólo puede atisbarse al final de todo, cuando uno se rinde y
la piedra que fue extraída de la veta, “se
injerta de nuevo en las medidas del universo” (“La Alhambra de Salomón”,
2013).
ueños,
recuerdos, hojas de cebolla. Pero también palabras. Porque, si como él repetía,
la patria es la lengua, entonces las palabras son la materia de la que están hechas
las cáscaras del alma. Si Dios es el verbo, nada más divino tenemos que nuestra
capacidad de decir, ninguna otra forma más verdadera de amar hay que la
desesperación por comunicarnos, que convertir en palabras para los demás el
magma de la vida que tantos azares ha debido recorrer hasta componer una
estirpe capaz de provocar un José Luis Serrano. Qué privilegio haber estado
expuesto al poder de las palabras de José Luis durante tanto tiempo.
Miro
atrás
y salta de cada rincón, pero de pronto comprendo que lo que queda de
José
Luis somos nosotros. Veo a José Luis multiplicado en nosotros, espejos
rotos
que devuelven las chispas del relámpago que ha sido José Luis, trozos de
cáscaras de su alma de la que quedamos como depositarios. Y pienso que
el
olvido tendrá que esperar, porque la memoria de los amigos es la conjura
contra
el olvido. Los amigos de las cuatro partidas anuales de póquer, los de
la
Tertulia literaria de Casa Salvador, los de El Club de la Estrella Negra
(ellos
saben a qué me refiero), los de las bengalas al Cristo de los Gitanos en
la
Carrera del Darro, los de las fiestas de cumpleaños de los treinta y
tantos,
los de los vinos y las risas del tiempo en que siempre era jueves y
nosotros
éramos los mejores, los de las visitas nocturnas a los baños de Alhama,
los de
los veranos de las tesis en Trevélez, los de su grupo parlamentario, los
amigos-lectores, los amigos-alumnos, los amigos-compañeros, las
hermanas que lo vieron crecer, Maritina en "la casa colorá", cada uno de
sus tres hijos y Eva, "para siempre en su origen", como él dijo en una
dedicatoria definitiva.
Mucho se repite aquella ocurrencia sartriana de que “el infierno son los otros”. Podemos darle la vuelta: ¿por qué no el paraíso? Quizás nosotros seamos el paraíso, el Octavo Cielo con el que él no contaba (sólo creía en los siete de la torre de Comares), al que está viajando tras su muerte.
Mucho se repite aquella ocurrencia sartriana de que “el infierno son los otros”. Podemos darle la vuelta: ¿por qué no el paraíso? Quizás nosotros seamos el paraíso, el Octavo Cielo con el que él no contaba (sólo creía en los siete de la torre de Comares), al que está viajando tras su muerte.
Termino
con las últimas palabras que José Luis ha publicado. Quizás las escribió antes,
pero son las que desde el mes de octubre cierran su página web, ésa que tanto
vamos a visitar estos días.
“Me rindo. Vislumbro con la edad los límites
infranqueables, lo que ya nunca haré. Me sé perdido en nimiedades gramaticales
y académicas, me sé ajeno a lo que de verdad ocurre. Pero me ha parecido oír el
gran rumor de la epopeya andaluza y sólo quiero seguirlo. Es por eso por lo que
a mis nuevos dioses, cuyo nombre también ignoro, ya sólo les pido que protejan
a mis hijos y que dejen a mis ojos leer hasta entrada la noche” (“Leer
hasta entrada la noche”, octubre 2015).
Contigo,
José Luis, Granada fue una fiesta. Me sigues debiendo una visita a la Alhambra.
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