Artículo publicado en EL PAÍS el martes 4 de mayo de 2021.
Mientras esperamos
los resultados de las elecciones de
hoy martes en Madrid, producidas por el efecto mariposa de la tormenta política murciana, puede ser un buen momento
para sobrevolar los enfrentamientos partidarios y estudiar el régimen jurídico
que permitió un pacto para cambiar de una tacada la presidencia de la región de
Murcia y la alcaldía de Murcia. Dejemos a un lado la anécdota de este
caso en que se quería colocar en la presidencia del Gobierno autonómico a una
afiliada de la tercera fuerza política de la Asamblea, que además era consejera
del mismo Gobierno censurado. Olvidémonos también de las múltiples razones que
pueden originar este tipo de pactos (nobles para los firmantes; oscuras pulsiones
de poder para los adversarios). Lo cierto es que son pactos perfectamente
legales porque se basan en un consolidado principio del sistema parlamentario,
el mandato representativo: los electores votamos a nuestros representantes y
estos actúan libremente según su leal saber y entender. Edmund Burke se lo
explicó de forma insuperable a los electores de Bristol allá por 1774: “La
opinión de los electores es de tanto peso que un representante debe siempre
escucharla, pero los electores no dan instrucciones imperativas, mandatos que
los diputados están obligados a seguir, porque estos forman una asamblea
deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad y no el de los
intereses y prejuicios locales”.
Casi 250 años después, los países europeos hemos abandonado
el sufragio censitario, coto de los varones adinerados, y tenemos (en palabras
de la Constitución española) una democracia avanzada en la que los partidos son
el instrumento fundamental para la participación política. Hace ya muchos años
que ningún especialista de Derecho Parlamentario suscribe la visión burkeniana del
Parlamento como lugar de debate sincero de individuos, sino que lo conciben
como un lugar de enfrentamiento entre los partidos, un ring en
el que se interviene pensando en ganarse el favor del público y no el voto del
adversario. Con maestría general lo explicó Karl Loewenstein y, entre nosotros,
Fernando Santaolla y Piedad García-Escudero. A pesar de este cambio esencial en
el funcionamiento de la democracia, el mandato representativo sigue
concibiéndose igual que en los tiempos de la Revolución Francesa.
Sin duda, esto se debe a que es un instrumento muy
útil porque permite que los políticos de ideologías e intereses contrapuestos
puedan negociar la legislación que continuamente necesita un Estado moderno.
Pero también es verdad que produce mucha insatisfacción en los ciudadanos ver
cómo los programas electorales son aparcados en la acción de gobierno, incluso
por partidos que han conseguido la mayoría absoluta, e incluso para promesas
sin coste económico. Entran ganas de repetir la exagerada crítica de Rousseau:
“El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan solo lo es durante la
elección de los miembros del Parlamento, y luego que estos han sido elegidos,
ya es esclavo, ya no es nada”. Por eso, surgen propuestas de participación
directa de los ciudadanos (muy limitadas en nuestro ordenamiento jurídico) y de control
de las promesas electorales (inexistentes) que merece la pena debatir.
Aquí va una propuesta muy modesta y restringida al
ámbito local, el único en el que se ha reformulado mínimamente el mandato
representativo con la intención de evitar que se emplee para fines alejados del
interés general. Así, ya desde 1979 la ley limitó la libertad de los concejales
para elegir alcalde ordenándoles que solo podrían votar a aquellos concejales
“que encabezaren sus correspondientes listas”. Después, en 1985 se reguló
detenidamente la moción de censura, que se ha modificado hasta tres veces (en
1991, 1999 y 2017) para dificultar el transfuguismo. Pues bien, la práctica
política de las 11 elecciones locales celebradas en la España democrática
demuestra que los partidos hacen pactos generales en los que intercambian
alcaldías sin importarles que en algunos consistorios logre la vara de mando la
fuerza con menos concejales. Este intercambio de cromos —como lo llaman siempre
los partidos damnificados— produce resultados tan desproporcionados como
que el alcalde de Melilla sea el único representante de Ciudadanos,
el quinto partido en número de votos y concejales; o que en Granada sea alcalde el cabeza de la tercera lista, con solo
cuatro concejales de un total de 27. Son muchos los que piensan que aunque sean
legales esos pactos, y en cuarenta años no hay partido que no haya firmado
alguno, no son legítimos. No me atrevo a afirmar eso, pero parece indudable que
produce un desapego entre muchos votantes, que se sienten engañados, y aumenta
esa sensación tan difundida en España de que los políticos van a lo suyo.
Un elemental razonamiento lógico nos dice que si las
elecciones son locales, los pactos también deberían ser locales. Pero como una
prohibición de ese tipo solo nos conduciría al fraude y a la polémica, seamos
realistas y hagamos una mínima restricción al mandato representativo de los
concejales: si la Ley Orgánica del
Régimen Electoral ya les constriñe su voto a la alcaldía,
añadamos —tras exigir el voto público— que “los concejales solo podrán votar a
un candidato a alcalde distinto al cabeza de la lista en la que hayan
concurrido si es para hacerlo por otro cabeza de lista que haya recibido igual
o más votos de los vecinos”. Un precepto similar se podría establecer para las
mociones de censura. No es mucho, pero no deja de ser un avance en el gran
objetivo para el que se inventó el Estado de derecho: reducir la arbitrariedad.
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