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VUELVE LA JUSTICIA DEL CADÍ

 Artículo publicado el 8 de junio de 2021 en el Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly. 

           

Rosell


          Cuando terminó el estado de alarma el 9 de mayo, me pareció indiscutible que ninguna ley permitía a las Comunidades establecer toques de queda en todo su territorio y no comprendí por qué el mismo Gobierno que en octubre mantuvo esa interpretación de la Constitución y consideró que era “indispensable proceder a la declaración del estado de alarma”, ahora decía que las Comunidades tenían suficientes "instrumentos legales" para adoptar esas mismas medidas, sin que la legislación se hubiera modificado.

    La única norma que, según la Constitución, permite adoptar restricciones generales y excepcionales de derechos fundamentales es la Ley Orgánica de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio (LOEAES).  Además, solo ella contempla medidas contra las epidemias, entre las que enumera “limitar la circulación o permanencia de personas en horas y lugares limitados”. Nada de eso hay en  la Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMEMSP), que únicamente permite adoptar medidas concretas contra “las enfermedades transmisibles”, que deben ser “para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos”. Lógicamente, si el artículo 3 de esta Ley permite  otras medidas que “se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible” deben ser similares a las anteriores, para controlar a los enfermos y a sus allegados, no para adoptar el confinamiento nocturno de todos los ciudadanos.


          Pues bien, mi convicción sufrió un duro revés cuando el 20 de mayo el Tribunal Superior de Baleares decidió, por tres votos contra dos, que el Consejo de Gobierno de Baleares sí tenía competencia para decretar el toque de queda. Pero la lectura de los 40 folios de la resolución judicial no me hizo cambiar de opinión porque solo encontré una lista de razonamientos que o bien nadie discute, o bien nada demuestran, que desembocan en una sorprendente conclusión: "No cabe confundir que el derecho de excepción constitucional desplace al derecho ordinario con que el derecho ordinario carezca de todas las potencialidades del derecho de excepción constitucional". Si eso fuera verdad ¿para qué se habrían tomado los constituyentes la molestia de crear el derecho excepcional? “Esto lo tumba el Supremo”, pensé usando la terminología periodística.

 

          Y así ha sido, el 3 de junio me llevé la satisfacción de ver que el Tribunal Supremo anulaba el Auto 167/2021 del Tribunal balear. Pero mi alegría duró lo que tardé en pasar de la lectura de los titulares al cuerpo de la noticia: la nulidad no se debía a que fuera inconstitucional que las autoridades autonómicas tomen medidas reservadas para el estado de alarma, sino a que no se ha “justificado que las mencionadas medidas sanitarias restrictivas de la libertad de circulación y del derecho a la intimidad familiar resultasen indispensables a la luz de la situación epidemiológica, sino que se apoyan solo en consideraciones de prudencia”. O sea, se afirma que las autoridades autonómicas pueden adoptar unas medidas que el mismo Supremo considera que “por su severidad y por afectar a toda la población autonómica, inciden restrictivamente en elementos básicos de la libertad de circulación y del derecho a la intimidad familiar, así como del derecho de reunión”.

 

          Resulta sorprendente esa conclusión de la sentencia del Tribunal Supremo porque la única base que invoca para adoptarla es el artículo 3 de la LOMEMSP, que ella misma califica así: “es innegablemente escueto y genérico; desde luego, no fue pensado para una calamidad de la magnitud de la pandemia del Covid-19, sino para los brotes infecciosos aislados que surgen habitualmente”.  Pero en lugar de deducir que de un artículo así no puede servir para adoptar el toque de queda; lo completa por su cuenta y autoridad con un requisito: “puede utilizarse como fundamento normativo siempre que la justificación sustantiva de las medidas sanitarias esté a la altura de la intensidad y la extensión de la restricción de derechos fundamentales de que se trate”.                                                                                                        

          Así las cosas, nada de lo que yo creía era verdad y el Gobierno (el de ahora, no el de hace seis meses) estaba en lo cierto: ni los estados de excepción son necesarios para restricciones generales y excepcionales de la libertad individual, por más que la Constitución solo contemple esa posibilidad; ni el hecho de que solo la LOEAES esté concebida especialmente para combatir epidemias impide que otra ley orgánica pensada para otra cosa también pueda adoptar sus mismas medidas; ni el principio de legalidad exige que las restricciones excepcionales de derechos fundamentales estén especificadas una por una en las leyes (como creían los ingenuos redactores de la LOEAES). Por el contrario, según el Supremo, son suficientes una genérica autorización legal para tomar “medidas”, una decisión de una autoridad administrativa ordenando el toque de queda o cualquier otra medida similar y que un tribunal ratifique esa decisión porque considere que hay una necesidad justificada. Si no fuera por el profundo respeto que me merece el Tribunal Supremo; pensaría que, tras este debilitamiento del principio de legalidad, estamos a un paso de volver a la “justicia del cadí”, aquella que según Max Weber se basaba en los criterios éticos del juez y no en los criterios racionales de la ley. 

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