Julián Besteiro, Presidente de las Cortes Constituyentes |
LA MALOGRADA CONSTITUCIÓN DE 1931
Joan Oliver Araujo y Agustín Ruiz Robledo
Catedráticos de Derecho Constitucional de las
Universidades de las Illes Balears y Granada, respectivamente. Directores del
libro: Comentarios a la Constitución Española de 1931 en su noventa aniversario (CEPC, Madrid, noviembre de 2021).
Los dos textos
constitucionales españoles históricos que han merecido la atención detallada de
los juristas de los últimos cuarenta años han sido, con diferencia, las
Constituciones de 1812 y de 1931. El motivo principal de ese interés de
centenares de especialistas españoles y extranjeros es el mismo en ambos
textos: los dos intentaron, cada uno a su manera, romper con el pasado y fundar
un nuevo Estado español sobre bases democráticas. Las dos Constituciones fueron expulsadas del
ordenamiento, dejándolas —como diría Fernando VII— “nulas y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo
alguno, como si no hubieran pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio
del tiempo”. Pero este fracaso no fue más que un fracaso momentáneo, pasajero,
porque a largo plazo las ideas centrales de ambos textos terminaron por
imponerse. El siglo XIX terminó siendo un siglo liberal y la Constitución de
1978 ha construido la democracia que no pudo construir la Constitución de 1931.
Por eso, hoy tenemos como elementos esenciales
del Estado español los grandes avances de aquel texto: el valor normativo de la
Constitución, el vigoroso reconocimiento de los derechos fundamentales, la
igualdad de hombres y mujeres, la autonomía política de las regiones. Por
fortuna, los redactores de la actual Lex
legum no cayeron en los errores de los hombres y mujeres (pocas, aunque
algunas tan decisivas como Clara Campoamor) de entonces y supieron forjar el
“asenso común” (consenso) que en su momento echó en falta Manuel Azaña. Hija de
su tiempo, no faltaron en el texto de la Constitución de 1931 artículos
dogmáticos y sectarios que hicieron que algunos grupos políticos y sociales
(especialmente muchos católicos) no sintieran que se trataba de un texto
integrador de todos los españoles. Pero considerándola globalmente, con sus
aciertos y errores, es fácil identificarse con Miguel de Unamuno, José Ortega y
Gasset, Salvador de Madariaga, el propio Niceto Alcalá-Zamora que, muy críticos
con ciertos artículos, cuando el 9 de diciembre de 1931 tuvieron que dar su
opinión sobre el texto en su conjunto, votaron “sí”. Sin duda, la Constitución era un texto válido
sobre el que fundar una auténtica democracia parlamentaria. Algunos de sus
aspectos más polémicos podrían haberse reformado, como ya desde el mismo día de
su aprobación recordó el ecuánime Julián Besteiro, Presidente de las Cortes
Constituyentes.
Y esto nos lleva directamente al problema
central de los errores de la
Constitución de 1931: más que en su texto escrito, la mayoría de los cuales
hubiera podido subsanarse con una prudente epiqueya, los errores estuvieron en
el uso retorcido que se les dio a algunos artículos por los políticos de la
época, muy lejos de la lealtad institucional que exige cualquier ordenamiento
democrático. La Constitución
de 1931 hubiera servido para asentar la democracia a poco que los políticos la
hubieran aplicado como lo que son todas las Constituciones democráticas, marcos
normativos dentro de los cuales cada partido desarrolla su política. Sin
embargo, en la década de 1930, cuando el fascismo en sus diversas variantes
conquistaba el poder en una parte importante de Europa y el comunismo
totalitario seducía a muchos izquierdistas, la mayoría de los políticos
españoles veían las reglas constitucionales como un medio para alcanzar sus
fines partidistas, de tal forma que en cuanto no le eran útiles no les
importaba sacrificarlas en el altar de su propia ideología. Por decirlo de
forma gráfica: las izquierdas revolucionarias querían sustituir la bandera
tricolor republicana por la bandera roja; y las derechas mayoritariamente
guardaban la bandera bicolor tradicional en sus armarios y en sus corazones. O
de forma trágica: Manuel Carrasco Formiguera, uno de los pocos constituyentes
que buscó el consenso, tuvo que huir de Barcelona en 1936 porque al ser
católico notorio su vida estaba en riesgo, pero cayó en manos de los
franquistas que lo fusilaron por catalanista.
Con la mentalidad de muchos actores políticos y la debilidad de la tercera España, el futuro de la
República, aunque su Constitución hubiera sido perfecta (que, evidentemente, no
lo era), hubiera estado seriamente comprometido. Lamentablemente, en la década
de 1930 había en España muchos republicanos, pero pocos demócratas.
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