Mi opinión sobre el "Proyecto de Ley Orgánica de protección del secreto profesional del periodismo"
Si cualquier español le echa un vistazo al descorazonador Global Expression Report 2022 que acaba de presentar la ONG Article 19 (el 80% de la población mundial vive ahora con menos libertad de expresión que hace una década), sentirá la fortuna de vivir en un país en el que la libertad de información está garantizada por la Constitución; aunque no falten ejemplos de ataques y manipulaciones en la vida cotidiana, comenzando por unos medios de comunicación públicos que raramente cumplen con su finalidad de transmitir -en palabras de la Ley 17/2006- “información objetiva, veraz y plural, que se deberá ajustar plenamente al criterio de independencia profesional y al pluralismo político”.
Pero como la Constitución no puede regular todo, reenvió a la ley el desarrollo normativo de uno de los elementos esenciales de la libertad de prensa: el secreto profesional. Durante más de cuarenta años, las Cortes han incumplido ese mandato, en buena medida por desidia de los ministros responsables, pero también porque algunos periodistas influyentes pensaban que estaban más protegidos por la aplicación directa de la Constitución que hacen los tribunales que por una ley que podría limitar el secreto profesional. Sin embargo, en los últimos años se han producido varios casos que demuestran los riesgos de no regularlo y seguir manteniendo la indeterminada referencia del Estatuto de la Profesión Periodística de 1967: “El Periodista tiene el deber de mantener el secreto profesional, salvo en los casos de obligada cooperación con la justicia, al servicio del bien común”.
Precisamente, el mayor riesgo se produce en relación con el delito de revelación de
secretos, una espada de Damocles para los periodistas de investigación: no solo
comete este delito quien transmita un secreto, sino quien lo difunda “con
conocimiento de su origen ilícito” (art. 197 CP). Así, la publicación en el
periódico Leonnoticias de los
movimientos de cuenta de la presidenta de la diputación de esa provincia -que
demostraban el cobro irregular de dietas de viaje- llevaron a una condena de dos
periodistas por este delito de revelación de secreto, si bien consiguieron el
amparo del Tribunal Constitucional (STC 24/2019, de 25 de febrero). Igualmente,
dos periodistas de Mallorca vieron cómo un juez les confiscaba sus móviles para
averiguar de dónde provenían unas filtraciones sobre un caso que estaba instruyendo,
decisión que solo el Constitucional reparó (STC 30/2022, de 7 de marzo).
Así
las cosas, en diciembre pasado el Gobierno pactó con la Federación de
Asociaciones de Periodistas de España y varios sindicatos la aprobación de una
ley del secreto profesional de esta profesión. Siguiendo su original y
heterodoxa técnica de delegar en otros la iniciativa legislativa, el Gobierno
no elaboró un proyecto de ley, sino que el Grupo Parlamentario Socialista en el
Congreso presentó una enmienda in voce al
proyecto de Ley reguladora de protección de las personas que informen sobre
infracciones normativas (hoy ya Ley 2/2023). Igual de original y heterodoxa fue
la decisión de la Mesa del Congreso: admitió la enmienda, pero la desgajó del
proyecto original para tramitarla como “Proyecto de Ley Orgánica de protección
del secreto profesional del periodismo”. Un verdadero hallazgo doctrinal de
esta XIV Legislatura: hasta donde se me alcanza, es la primera vez en toda la historia
constitucional española que un “proyecto de ley” no ha sido aprobado por el
Consejo de Ministros. Y, lógicamente, no va acompañado de los cinco informes
que sí llevaba su proyecto percha, la
ley whistleblower: Consejo General del Poder Judicial, Consejo
Fiscal, Consejo de Estado, Agencia Española de Protección de Datos y Consejo
Económico y Social.
Quizás
por estar falto de esos informes, lo cierto es que el texto -repleto de
lenguaje inclusivo y del anafórico “el mismo”- no es un ejemplo de literatura
jurídica que se lea con facilidad. Aun así, alcanza los mínimos previsibles
para desarrollar el contenido esencial
del secreto profesional: proteger a los periodistas y a sus fuentes. Ahora
bien, tiene un par de ausencias notables. Una evidente: a diferencia de algunos
convenios colectivos, no garantiza expresamente que el derecho a guardar el
nombre de las fuentes no solo se puede ejercer ante los poderes públicos, sino
también ante la propia empresa periodística. La otra ausencia es más difícil de
apreciar: se le ha olvidado modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para equiparar
a los periodistas con los sacerdotes y los funcionarios, los únicos a los que esa
Ley exime ahora de declarar como testigos cuando no pudieren hacerlo "sin
violar el secreto que por razón de sus cargos estuviesen obligados a
guardar" (art. 417).
Si
en esos dos supuestos la ley se queda corta,
hay otro en el que se pasa: es
muy lógico que la Ley disponga que un juez penal pueda levantar el secreto
profesional de los periodistas cuando el conocimiento de la fuente sea el único
medio para evitar “un daño grave e inminente”; para lo cual el juez puede
“ordenar la práctica de las actuaciones admisibles en Derecho”, salvo “la
requisición de las herramientas de trabajo”. Pero esta exclusión puede ser problemática en casos extremos; por
ejemplo, si un periodista se niega a entregar su teléfono con una grabación de
una fuente que alerta de un atentado terrorista.
En
fin, bienvenido sea un proyecto de
ley que viene a cumplir con un clamoroso incumplimiento constitucional de las
Cortes -esas que tanto celebran la Constitución- y esperemos que, gane quien
gane las elecciones de julio, el nuevo Gobierno retome el proyecto y mejore su contenido. Así, garantizando el
secreto profesional de los periodistas, se reforzará la libertad de prensa
porque, como supieron ver los primeros liberales españoles, es la base de todas
las demás libertades: el "Paladión de la libertad".
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