Artículo publicado en EL ESPAÑOL del 25 de junio de 2024
Los siete magistrados progresistas del TC han considerado que debían revisar la interpretación del Código Penal que había hecho el Supremo, y los cuatro conservadores, no.Agustín RUIZ ROBLEDO es
catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada y autor de El Derecho fundamental a la legalidad
punitiva.
El Tribunal Constitucional ha
estimado parcialmente el recurso de amparo de Magdalena Álvarez contra las
sentencias de la Audiencia Provincial de Sevilla de 2019, que la condenó por un
delito de prevaricación, y del Tribunal
Supremo de 2022, que confirmó la condena.
Como debo ir a lo sustancial del caso, nada diré de las intempestivas
reacciones de algunos líderes del PP, así como de la previa descalificación de
la sentencia del Supremo que hizo el presidente del Gobierno cuando afirmó que
Álvarez era una “víctima del fango”. Todos de consuno trabajando por el
prestigio de las instituciones. Tampoco me detendré en ciertas informaciones que afirman que la sentencia
del Supremo se dictó por un apretado margen de tres votos contra dos, cuando
las discrepancias se redujeron a la apreciación de una prueba en relación con
cinco condenados, entre los que no estaba Álvarez, pero no hubo disenso en los temas fundamentales, muy especialmente
en determinar el importe del fraude: 680 millones de euros desde 2000 a 2009.
Sin
ánimo de ser muy preciso, y teniendo en cuenta que no conocemos la sentencia en
su integridad, solo una nota de prensa, los grandes problemas jurídicos que ha
debido abordar el Constitucional en este recurso han sido tres:
1. La siempre difícil delimitación entre sus propias funciones,
como garante último de los derechos fundamentales, y las del Tribunal Supremo,
como máximo intérprete de la legislación ordinaria. La doctrina tradicional del
Constitucional es la de considerar que él no puede corregir la interpretación
de la legislación que haga el Supremo, salvo que esta sea manifiestamente
arbitraria o errónea y suponga una violación evidente de un derecho fundamental. Claro que como quien decide estas cuestiones
es el propio Constitucional, en su mano está determinar cuándo entra en el
círculo reservado a la interpretación del Supremo y hasta dónde lo controla,
partiendo siempre del mismo principio, que en sus propias palabras y
refiriéndose al Código Penal, es que “resulta ajena al contenido propio de
nuestra jurisdicción la interpretación última de los tipos sancionadores”.
Tanto
por las resoluciones de admisión de los recursos de amparo, como por esta
sentencia, sabemos que la unanimidad de los magistrados del Constitucional no
ha sido la regla en el asunto de los ERE al afrontar esa delimitación de
funciones entre los dos tribunales. También sabemos que la división ha
coincidido milimétricamente con las etiquetas progresista/conservador de cada
magistrado: los siete progresistas han considerado que debían revisar la
interpretación del Código Penal que habían hecho unánimemente los cinco
magistrados del Supremo, y los cuatro conservadores, no.
En su momento, me atreví a apostar sobre este
asunto con los juristas de mi familia; mi pronóstico ha resultado completamente
fallido: pensé que como en los últimos años los progresistas se habían mostrado
muy deferentes con el margen de actuación de las Cortes Generales (recordemos
cómo se opusieron en 2022 a que los recursos de amparo de la oposición
detuvieran la tramitación de la proposición de derogación de la sedición) y del
Gobierno (han admitido la mayoría de las justificaciones de urgencia para dictar
decretos-leyes), aposté que ahora serían igual de deferentes con el Tribunal
Supremo. Y al revés, los conservadores, que tanto se preocuparon con la posible
violación de derechos fundamentales por parte de las Cortes y del Gobierno,
ahora se mostrarían igual de preocupados y considerarían oportuno entrar en el
ámbito propio del Tribunal Supremo. Doble error. Mi limitada capacidad de
análisis no me permite entender las razones de por qué no se ha mantenido la
correlación en la dialéctica instituciones/derechos, que seguro que serán
profundas y muy justificadas por ambos sectores; sin que tengan que ver -como
insinúan algunos maledicentes- con el hecho de que en todas esas discrepancias
los razonamientos de los magistrados hayan coincidido con los intereses de los
partidos que los nombraron.
2.
Una vez que el Constitucional ha decidido revisar la interpretación del
Código Penal que ha hecho el Supremo, la controversia se centra en dos
conceptos del artículo 404 del Código Penal, que tipifica como delito que las
autoridades "dicten resoluciones arbitrarias en un asunto
administrativo". ¿Son los proyectos de ley presupuestaria “resoluciones”
en un “asunto administrativo”? No, responden con convicción los progresistas y
a su favor tienen que una respuesta similar habían dado previamente tanto el Tribunal
Constitucional como la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo, que en su
momento se negaron a admitir recursos contra proyectos de ley; sí, afirman los
conservadores porque primero, la jurisdicción penal es competente para definir
los conceptos del Código Penal, al margen de las calificaciones que hayan hecho
otras jurisdicciones (tesis tradicional que expliqué en 2019 en un artículo sobre la primera sentencia de los ERE) y porque el delito se consuma en el momento de
aprobar el proyecto de ley, con independencia de lo que posteriormente decida
el Parlamento.
Entiendo este
último razonamiento en términos lógicos: los condenados introdujeron el
“programa 3.1 L” (el famoso “fondo de reptiles”) en los Presupuestos para poder
transferir fondos al Instituto de Fomento de Andalucía y desde ese ente
repartir las ayudas socioeconómicas arbitrariamente, sin ningún tipo de control,
obviando toda la legislación sobre subvenciones; pero en términos jurídicos no
acabo de compartirla porque supone calificar la iniciativa legislativa del
Gobierno andaluz como “resolución administrativa”, interpretación extensiva que
prohíbe el principio de legalidad penal. Además, parece absurdo -en su sentido
técnico jurídico, ad absurdum nemo
tenetur- mantener que la misma decisión jurídica (crear el programa 3.1 L)
es una resolución administrativa prevaricadora y una norma legal; norma que, a
mayor abundamiento, nunca fue recurrida ni por el Gobierno de la Nación (Aznar
era presidente en los primeros años de las nuevas leyes presupuestarias
andaluzas, 2002-2004) ni por el Partido Popular.
3. El tercer problema jurídico gira sobre las modificaciones
presupuestarias que realizó la entonces consejera Álvarez para incrementar el
presupuesto del IFA disminuyendo el de otras partidas. La sentencia del
Constitucional distingue entre las transferencias de crédito que se hicieron
antes de que las leyes presupuestarias de 2002-2009 recogieran el fondo de reptiles, que sí considera
prevaricadoras (2000 y 2001) y las posteriores (2002-2004), que no. Poco hay
que decir sobre las primeras, pero sí sobre las segundas: ¿por qué unas
modificaciones presupuestarias, que aprueba el Consejo de Gobierno per se,
y sin intervención del Parlamento, no pueden ser calificadas de “resoluciones”
si su naturaleza no es la de un acto legislativo?
Desde luego,
el razonamiento de que la ley presupuestaria las permitía no es nada
convincente; es más, la inmensa mayoría de las prevaricaciones consisten,
precisamente, en usar una habilitación legal para dictar una resolución
injusta, como se demuestra recordando algunas condenas recientes: el alcalde
que, teniendo competencia para contratar, firma un contrato de asesoramiento
jurídico con un amigo; el delegado de una consejería de industria que, teniendo
competencia para otorgar subvenciones en materia de artesanía, le da una
subvención a un solicitante que no era artesano, etc. etc. La consejera sabía
que cada vez que estaba haciendo una transferencia de crédito a la partida
“Programa 3.1L” el dinero no se usaba para cubrir las pérdidas del IFA (lo que
hubiera sido legal), sino para repartir arbitrariamente las subvenciones sociolaborales (ilegal). ¿O solo lo sabía en el 2000-2001 (cuando la condena el TC)
y se le olvidó en 2002-2004 (cuando la absuelve?).
Hasta aquí llega mi análisis jurídico; si
acaso puedo añadir una sensación personal, agridulce y poco científica, sobre
los resultados que vienen produciendo llamar las incursiones del Constitucional
en el ámbito de interpretación de la legalidad penal, en principio una tarea
jurídica reservada al Supremo. La anterior incursión más relevante que recuerdo
supuso una nueva interpretación del cómputo de los plazos en la prescripción de
los delitos (STC 63/2005), cuyo resultado concreto fue que los Albertos vieron anuladas sus condenas de
prisión de tres años y cuatro meses por estafa y falsedad en documento
mercantil; hoy, con esta rectificación en la interpretación hecha por el
Supremo de un tipo penal, el resultado concreto es el de anular parcialmente la
condena por prevaricación de Álvarez y, previsiblemente, de varios de sus
compañeros de gabinete. No estoy seguro si Ulpiano en el Digesto y
Beccaria en Dei Delitti estaban pensando en interpretaciones similares
cuando afirmaban que el Derecho Penal tenía que correr el riesgo de dejar escapar
a algunos culpables para garantizar que no se condenara a un inocente.
***
Estando
este artículo a punto de publicarse, nos llega la exclusiva de María Peral con
el borrador del texto de la ponencia relativa al recurso de amparo que exonera
del delito de malversación de fondos públicos a la exconsejera Carmen Martínez
Aguayo. Si en el recurso de la exconsejera Magdalena Álvarez -como ya hemos
visto- el Tribunal Constitucional se permitió orillar su propia doctrina de
considerar “ajena al contenido propio de nuestra jurisdicción la interpretación
última de los tipos sancionadores"; en este nuevo texto sigue avanzando
por el ámbito reservado a la jurisdicción penal, hasta el punto de revisar las
pruebas para concluir que “no llegan a demostrar" que Martínez Aguayo se
pudiera hacer "una representación suficiente de que las ayudas se fueran a
conceder al margen de toda finalidad pública".
Veremos
cómo se desarrolla exactamente esta idea; mientras tanto, lo que se puede decir
es que tiene la apariencia de apartarse de una jurisprudencia muy consolidada
del propio Tribunal Constitucional que considera que la valoración de la prueba
es una función que corresponde al tribunal a quo, el primero que juzgó
directamente a los acusados y frente al cual se debatieron las pruebas,
correspondiendo al Tribunal Supremo revisar esa valoración. Por eso, la función del Constitucional es muy limitada
de tal forma que solo pude anular esa valoración si “puede tildarse de
irrazonable, arbitraria o patentemente errónea” (STC 199/2013, de 5 de
diciembre y otras varias similares).
No
acabo de ver en el borrador que se ha filtrado cuáles pueden ser los
razonamientos del Constitucional que le llevan a concluir que la valoración de
las pruebas que realizó la Audiencia Provincial de Sevilla -y confirmó el
Supremo- tiene alguna de esas tres características. Por lo que se sabe, lo que
hace la ponencia es revisar las pruebas y afirmar que no le parecen suficientes
para deducir de ellas que Martínez Aguayo se diera cuenta de que estaba
cometiendo un delito. Es decir, no es que se trate de una valoración
irrazonable, arbitraria o errónea; sino insuficiente. Parece que la magistrada
ponente se hubiera situado en el lugar de la Audiencia para hacer lo que le
corresponde a ella, la libre valoración de la prueba (art. 741 LECrim), incluso
yendo un poco más lejos que el propio Tribunal Supremo en su función de revisor
de las pruebas celebradas en el juicio oral. Si finalmente este borrador
filtrado se acaba convirtiendo en sentencia vinculante, lo mismo los
tratadistas que usan etiquetas para definir las instituciones deben revisar la
calificación del Tribunal Constitucional como un tribunal de garantías
constitucionales y llamarlo no ya un tribunal de casación, sino de pura y
simple apelación.
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