Artículo publicado en EL ESPAÑOL del 3 de agosto de 2024
La posibilidad de declarar por escrito para el presidente del Gobierno, según una norma desfasada con visos de inconstitucionalidad, no tiene base jurídica y atenta contra la igualdad y la tutela judicial efectiva La
querella del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, contra el magistrado Juan
Carlos Peinado ha sido un efecto jurídico sorprendente de la declaración del
presidente como testigo en el procedimiento en el que se investiga a su mujer,
Begoña Gómez, al empresario Carlos Barrabés y al rector de la Universidad
Complutense, Joaquín Goyache por presuntos delitos de tráfico de influencias y
corrupción entre particulares.
Esta querella y la
que -como la réplica de un terremoto- ha interpuesto su mujer son aún más
sorprendentes para aquellos que
recordábamos haber leído en su famosa carta a la ciudadanía de abril pasado que
"Begoña defenderá su honorabilidad y colaborará con la Justicia en todo lo
que se la requiera para esclarecer unos hechos tan escandalosos en apariencia,
como inexistentes". Evidentemente, entendimos otra cosa distinta a que
ambos, primero, se acogerían a su derecho constitucional de guardar silencio y,
después, interpondrían sendas querellas contra el magistrado instructor. Ambas acciones,
más que ser muestras de colaboración,
recuerdan la estrategia obstaculizadora del PP en 2009 cuando se querelló
contra el juez instructor de la Audiencia Nacional Baltazar Garzón por su investigación
en el caso Bárcenas.
Los
treinta y cinco folios de la querella que la abogacía del Estado ha interpuesto
en el Tribunal Superior de Madrid, en representación del presidente del
Gobierno, intentan explicar por qué el magistrado ha cometido una prevaricación
al no aceptar que el presidente declarara por escrito y obligarlo a hacerlo de
palabra en su despacho. Sin duda, se
trata de una tarea hercúlea, nada fácil porque, primero, no conocemos las
preguntas, de tal forma que no hay elementos fácticos para saber si se referían
a cuestiones conocidas por Pedro Sánchez “por razón de su cargo” o no. Dado ese
silencio, empeñarse en que la declaración tiene que ser por escrito porque
"es notorio que mi comparecencia resulta inescindible de la condición de
Presidente" más parece una afirmación apodíctica que un razonamiento
jurídico que demuestre la injusticia de una resolución.
En segundo
lugar, difícilmente cometerá el delito de prevaricación un juez al elegir entre
las varias propuestas que le hacen las partes (las acusaciones públicas, la
declaración del presidente en su despacho; la investigada y el fiscal, por
escrito). Más difícil todavía si se recuerda que la resolución presuntamente
prevaricadora del magistrado Peinado, la providencia de 19 julio, fue posteriormente ratificada el 26 de
julio por un juez distinto al querellado, el juez sustituto Carlos Valle y
Muñoz-Torrero.
Pero
como mis conocimientos de Derecho Penal y de Derecho Procesal son limitados,
dejaré este asunto a los especialistas, como el profesor Jesús Zarzalejos que
ha publicado un certero artículo sobre el tema. También guardaré silencio sobre
si para la interposición de la querella del presidente se han seguido los
cauces exigidos por el Real Decreto 649/2023, por el que se desarrolla la Ley
52/1997, de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones
Públicas, en el ámbito de la Abogacía General del Estado.
Por mi parte,
me gustaría reflexionar no tanto sobre este caso concreto, sino sobre las dos
formas de regular el deber de declarar como testigo del presidente del
Gobierno, los ministros y otros altos cargos que establece la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, que mantiene el texto original de 1882 con pequeñas
variaciones: por escrito "sobre los hechos de que tengan conocimiento por
razón de su cargo" y de palabra "en su domicilio o despacho
oficial" sobre cuestiones de las que "no haya tenido conocimiento por
razón de su cargo".
No veo
problemas constitucionales en que la ley procesal establezca la declaración en su
despacho para las máximas autoridades del Estado pues se trata de una mínima modificación
del sistema general de declaración de los testigos en el juzgado, diferencia
que parece admisible por deferencia hacia la institución que el testigo ostenta. Como ahora no es tema de debate, no
me detendré en lo sorprendente que es que la parca enumeración de autoridades
que el Estado liberal decimonónico establecía en 1882 haya aumentado
exponencialmente en el Estado social y democrático de Derecho, que tiene en la
igualdad uno de sus valores superiores: diputados, senadores, magistrados del
Constitucional, vocales del Consejo General del Poder Judicial, secretarios de
Estado, delegados del Gobierno, miembros de los Consejos Ejecutivos de las
Comunidades Autónomas, etc.
Ahora
bien, más complicado veo admitir la constitucionalidad de la declaración por
escrito, que supone no solo una excepción a la igualdad de los ciudadanos, sino
también al mandato constitucional de que el procedimiento judicial sea
predominantemente oral “sobre todo en materia criminal” (art. 120 CE). Por eso,
las pruebas se rigen por el principio de
inmediación que en el interrogatorio de los testigos se concreta, primero, en
la necesaria participación del juez y el letrado de la Administración y,
después, en el derecho que tienen los investigados, el fiscal y los
querellantes de estar presentes y hacer “cuantas repreguntas tengan por
conveniente, excepto las que el Juez desestime como manifiestamente
impertinentes” (art. 448 LECrim). Si las partes no pueden ejercer su derecho de
preguntar a los testigos que declaren por escrito, no cabe duda de que se está
limitando su derecho a la tutela judicial efectiva. ¿Cuál puede ser la razón
constitucional de esta limitación excepcional?
No
parece muy convincente que la razón jurídica de la declaración por escrito sea
-como dice reiteradamente la querella- que es una garantía para “respetar las
instituciones representativas de nuestro país”, lo que el propio presidente ha
traducido en su rueda de prensa del 31 de julio (con poco acierto terminológico)
en un “derecho de la institución de la presidencia que está desde 1886. No
2006, no 1996, no 1906: 1886". Pero dejando al margen que ni las
instituciones tienen derechos ni la Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1886,
lo cierto es que la permanencia de un precepto legal en el tiempo no es una
prueba de su constitucionalidad. Nada diré de lo extraño que resulta que la
misma persona que ha usado la antigüedad de las normas como razón para cambiarlas
(recordemos la derogación de la sedición), ahora alegue la antigüedad de otra
como prueba de su necesidad.
Evidentemente,
la razón de la declaración por escrito no puede ser “el respeto a la
institución” porque entonces ni existiría la opción de que el presidente
declarara en su despacho -sería irrespetuoso, aunque fuera para exponer hechos
ajenos al cargo- ni la LECrim respetaría a todas las instituciones cuyos
titulares no tienen esa posibilidad de declarar por escrito. Incluso los
ciudadanos de a pie podríamos sentir que se nos trata de forma irrespetuosa al
exigirnos declarar oralmente.
El viejo
Decreto de 1882 no da ninguna razón de su existencia y la justificación de la
Ley Orgánica 12/1991 -que amplió el número de beneficiados de esta excepción-
es claramente inapropiada, por no escribir inconstitucional: “la presente Ley
tiene la finalidad de adecuar a la nueva configuración constitucional del
Estado aquellos artículos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que regulan la
concurrencia de determinadas personas a los llamamientos judiciales por razón del estatus que ocupan dentro de
la estructura del Estado” (el subrayado es mío). O sea, ad pompam vel
ostentationem, podríamos decir en forma culta, si no queremos referirnos a
la casta, los postureos y otras expresiones populares.
Es
más, el Derecho comparado demuestra que es suficiente con la declaración en el
despacho -o por videoconferencia- para garantizar ese estatus y ese respeto
institucional, sin lesionar el derecho a la tutela judicial efectiva de todos
los intervinientes en un proceso judicial y con una mínima afectación de la
igualdad. Así, el Codice di Procedura Penale italiano establece que el presidente del Gobierno, los de las cámaras
y el del Tribunal Constitucional (cuatro en total; no tropecientos como en España)
podrán solicitar ser interrogados en sus despachos, solicitud que el juez podrá
rechazar si considera que su comparecencia en el juzgado es indispensable “para
realizar un acto de reconocimiento, o careo o por otra necesidad” (art. 205).
Por
tanto, el artículo 412 de la LECrim crea una excepción a favor de determinados
titulares de altos cargos del deber ciudadano de testificar oralmente -incluso
después de cesar en ellos- que no tiene base jurídica suficiente más allá de
ser una prueba de estatus. Por eso, es un privilegio incompatible tanco con la
igualdad de los españoles como con el derecho a la tutela judicial efectiva que
proclama la Constitución de 1978. Viejo privilegio decimonónico, ya no tiene
razón de ser. Está tan desfasado como la obligación de los testigos de jurar
“en nombre de Dios” (art. 434 LECrim).
Su destino
debería ser su próxima derogación; de paso, nos evitaría polémicas tan poco
edificantes como la que hemos visto estos días sobre cuál de las dos formas de
declarar era la legalmente correcta en este caso concreto del presidente
Sánchez. De esa forma, no solo adecuaríamos la ley procesal a la Constitución, sino que también seguiríamos el
sabio consejo de Montesquieu: evitemos las normas inútiles, que debilitan a las
necesarias.
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