Artículo publicado en EL PAÍS (ed. de Andalucía), 28 de febrero de 2010.
Durante los dos primeros tercios del Siglo XX la autonomía de Andalucía fue una idea sustentada por un pequeño grupo de personas, sin apenas apoyo popular y tan débil que cuando en 1973 se escribió el primer texto autonomista moderno (el Manifiesto fundacional de Alianza Socialista de Andalucía) no mencionaba ni una sola vez a Blas Infante. Sin embargo, en pocos años pasó de ser un proyecto de unos cuantos a un anhelo de la mayoría de los andaluces: desde las franquistas diputaciones, que en 1976 intentaron una mancomunidad, hasta los diputados y senadores democráticos elegidos en junio de 1977 organizados en una Asamblea de parlamentarios, todos querían algún tipo de autonomía. Después vendrían los grandes hitos del camino autonómico: las manifestaciones del 4 de diciembre de 1977, con un millón de andaluces reclamando la autonomía, la constitución de la Junta Preautonómica el 27 de mayo de 1978, el pacto de Antequera del 4 de diciembre de 1978, etc un camino que desembocó en el referéndum del 28 de febrero de 1980 en el que unos cuatro millones y medio de andaluces debieron responder a una extraña pregunta, donde no aparecían ni la palabra autonomía ni la palabra Andalucía: «¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la iniciativa prevista en el artículo ciento cincuenta y uno de la Constitución a efectos de su tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo?». Y 2.472.287 dijeron sí, el 55'80% del total del censo andaluz.
¿Cuáles fueron las causas de un cambio tan radical? ¿por qué pasó la reivindicación de la autonomía de ser una preocupación minoritaria a convertirse en un tema central de la política andaluza? Y más todavía: ¿cómo se consiguió superar el 50% del censo regional si UCD y AP, que acabaron recomendando la abstención, tenían votantes más que suficientes para hacer fracasar la iniciativa autonómica?. En mi opinión, buena parte de la causa reside en un previo desarrollo intelectual que no existía en los años treinta: la teoría de un nuevo regionalismo basado no ya tanto en la identidad propia de Andalucía, en unos fundamentos históricos y culturales que exigirían el autogobierno, sino en una idea instrumental de la autonomía: como motor del desarrollo socioeconómico de un territorio que no había sentido con la misma fuerza que otras regiones el despegue económico de los años sesenta. Así, se fue difundiendo la idea de que el centralismo perjudicaba a Andalucía y que únicamente dotándose de autogobierno podría acabarse con esa discriminación. Incluso se podría hablar de un cierto autonomismo defensivo o reactivo, para proteger a Andalucía de la tentación de los Gobiernos centrales de privilegiar a las regiones que -con terminología de Ortega y Gasset- se podrían llamar ariscas, marginando a las dóciles. No se trataría tanto de ser igual que las comunidades con más conciencia de autogobierno, sino de no ser menos; es decir, de tener los mismos instrumentos que ellas para impedir políticas estatales que históricamente habían privilegiado a esas regiones.
Y no se debe de olvidar una razón puramente coyuntural: el papel de la UCD y del Gobierno Central, que utilizaron todos los recursos que pudieron para que el referéndum fracasara, comenzando por el mismo Real Decreto 145/1981, de 26 de enero de convocatoria del referéndum: frente a los 21 días de campaña que habían tenido los Estatutos vasco y catalán, el referéndum andaluz se limitaba a 15, se recortó la publicidad en la televisión y en los demás medios oficiales y se redactó una pregunta incomprensible. Este comportamiento “agresivo” del Gobierno, que negaba a Andalucía lo que tan alegremente había facilitado a Cataluña y el País Vasco, acabó siendo un gran estímulo para la participación. Lógicamente también hubo una serie de personas con nombre y apellido que ayudaron a crear gran esperanza colectiva: Rafael Escuredo, Manuel Clavero Arévalo, Alejandro Rojas-Marcos, el propio Felipe González, etc. Treinta años han pasado desde entonces y los balances sobre si la Comunidad respondió o no a aquella esperanza están a la orden del día, con opiniones completamente dispares sobre el particular. Pero sean del tenor que sean, los andaluces que tenemos memoria de aquel día podremos decir que nunca olvidaremos la emoción de ese momento, siempre nos quedará el 28-F.
¿Cuáles fueron las causas de un cambio tan radical? ¿por qué pasó la reivindicación de la autonomía de ser una preocupación minoritaria a convertirse en un tema central de la política andaluza? Y más todavía: ¿cómo se consiguió superar el 50% del censo regional si UCD y AP, que acabaron recomendando la abstención, tenían votantes más que suficientes para hacer fracasar la iniciativa autonómica?. En mi opinión, buena parte de la causa reside en un previo desarrollo intelectual que no existía en los años treinta: la teoría de un nuevo regionalismo basado no ya tanto en la identidad propia de Andalucía, en unos fundamentos históricos y culturales que exigirían el autogobierno, sino en una idea instrumental de la autonomía: como motor del desarrollo socioeconómico de un territorio que no había sentido con la misma fuerza que otras regiones el despegue económico de los años sesenta. Así, se fue difundiendo la idea de que el centralismo perjudicaba a Andalucía y que únicamente dotándose de autogobierno podría acabarse con esa discriminación. Incluso se podría hablar de un cierto autonomismo defensivo o reactivo, para proteger a Andalucía de la tentación de los Gobiernos centrales de privilegiar a las regiones que -con terminología de Ortega y Gasset- se podrían llamar ariscas, marginando a las dóciles. No se trataría tanto de ser igual que las comunidades con más conciencia de autogobierno, sino de no ser menos; es decir, de tener los mismos instrumentos que ellas para impedir políticas estatales que históricamente habían privilegiado a esas regiones.
Y no se debe de olvidar una razón puramente coyuntural: el papel de la UCD y del Gobierno Central, que utilizaron todos los recursos que pudieron para que el referéndum fracasara, comenzando por el mismo Real Decreto 145/1981, de 26 de enero de convocatoria del referéndum: frente a los 21 días de campaña que habían tenido los Estatutos vasco y catalán, el referéndum andaluz se limitaba a 15, se recortó la publicidad en la televisión y en los demás medios oficiales y se redactó una pregunta incomprensible. Este comportamiento “agresivo” del Gobierno, que negaba a Andalucía lo que tan alegremente había facilitado a Cataluña y el País Vasco, acabó siendo un gran estímulo para la participación. Lógicamente también hubo una serie de personas con nombre y apellido que ayudaron a crear gran esperanza colectiva: Rafael Escuredo, Manuel Clavero Arévalo, Alejandro Rojas-Marcos, el propio Felipe González, etc. Treinta años han pasado desde entonces y los balances sobre si la Comunidad respondió o no a aquella esperanza están a la orden del día, con opiniones completamente dispares sobre el particular. Pero sean del tenor que sean, los andaluces que tenemos memoria de aquel día podremos decir que nunca olvidaremos la emoción de ese momento, siempre nos quedará el 28-F.
Comentarios
Agustín algunos si tenemos memoria y estamos de acuerdo.
Como siempre tu análisis es certero y a los que tenemos memoria, nos gusta.