Artículo publicado en El Diario de Cádiz y los otros ocho periódicos del Grupo Joly el 28 de febrero de 2010.
La reforma del sistema electoral es uno de los remedios preferidos por la mayoría de las personas que queremos mejorar la calidad de la democracia andaluza. La lógica que lleva a este razonamiento es demoledora: si después de tres décadas de autonomía tenemos una clase política globalmente carente de prestigio social (tanto que las encuestas nos la presentan como uno de los principales problemas colectivos de España) cambiemos la forma de seleccionar a sus miembros reformando el sistema electoral. Y la idea de que hay que hacer esta reforma está tan extendida que a los que se nos supone especialistas en el asunto se nos pregunta con cierta frecuencia qué sistema electoral elegiríamos. Así que, de vez en cuando, me siento como una especie de doctor al que se le pide que extienda una receta para curar a un enfermo, si bien siempre me consta que se trata de un divertimento teórico porque el paciente tiene el control absoluto sobre sus medicinas: los partidos aprueban la ley electoral y antes de cambiar una coma verán a quién beneficia y a quién perjudica y como es un juego de suma cero, cada uno propondrá el sistema que más le beneficie y se opondrá con uñas y dientes al que le perjudique. Resultado: se mantiene el sistema, por eso los sociólogos hablan de una “ley de la inercia electoral” por la que el sistema que se emplea al comienzo de un nuevo régimen tiende a mantenerse a lo largo del tiempo. Hemos visto cumplirse escrupulosamente esta regla en el caso del nuevo Estatuto andaluz: después de muchos sesudos estudios doctrinales y algunas Comisiones parlamentarias, el Estatuto de 2007 sigue punto por punto al de 1981, sin más variación que la eliminación del tope máximo de 110 diputados, vieja petición de IU y el PA para aumentar el número de escaños, que en última instancia los dos grandes aceptaron porque, llegado el caso, ellos también pueden ganar más diputados.
Aun teniendo en cuenta la inutilidad de este ejercicio de proponer reformas. ¿Qué cambiaría? Volvamos al simil del médico: ¿y cuál es la enfermedad que hay que curar? Porque un sistema electoral debe cumplir tres funciones (producir legitimidad, representación y gobierno) y según pongamos el acento en una u en otra, así será el sistema que elijamos. Echemos un vistazo a los Estados de nuestro entorno y tomemos alguno de sus sistemas. Por ejemplo, el sistema mayoritario anglosajón, que parece ganar adeptos en España pues en el Reino Unido ha servido para crear una clase parlamentaria de cierto nivel intelectual y un gran nexo de unión entre representantes y representados, al tiempo que ha amortiguado la fuerza de los partidos políticos y facilitado gobiernos estables. Si nos lo trajéramos a Andalucía (olvidándonos de que antes deberíamos reformar el artículo 152 de la Constitución y el 104 del Estatuto) probablemente permitiría que siempre hubiera un gobierno de mayoría absoluta, pero a cambio de laminar a los partidos minoritarios que difícilmente lograrían escaños. Así que se gana en gobernabilidad y se pierde en representación. En cuanto al efecto de conseguir parlamentarios con más relieve social y más próximos a los ciudadanos, no estoy muy seguro de que se conseguiría: habría que elegir un diputado por cada 70.000 habitantes, lo que es un número alto para que se cumpla el viejo mito del candidato visitando casa por casa y conociendo a todos sus electores. Pero más todavía: nuestra cultura política es muy gregaria, mucho de siglas y poco de personas, por lo que no cambiaría sustancialmente los candidatos que se presentarían, como por lo demás demuestra la experiencia alemana, donde los candidatos que se eligen directamente no tienen ni de lejos el perfil propio de los anglosajones. Por no hablar de los riesgos de fomentar el populismo y la demagogia de determinados personajes que en un momento concreto podrían ilusionar a algunos colectivos, como hemos visto que ha pasado en varias elecciones municipales.
Si nos fuéramos al extremo contrario, aboliéramos la provincia como circunscripción y eligiéramos un sistema estrictamente proporcional, como Israel y los países del Benelux, lograríamos un sistema muy representativo pero dificultaríamos la gobernabilidad, dandole gran peso a los partidos minoritarios, tanto que a veces los votantes de los mayoritarios pueden sentirse infrarrepresentados. Además, en estos sistemas la inestabilidad gubernamental es una situación muy habitual, como acabamos de ver que ha sucedido en Holanda, donde se han convocado elecciones anticipadas para junio.
Así las cosas, tengo para mí que el sistema proporcional de circunscripción provincial es el menos malo que podríamos adoptar en Andalucía. Y puesto a no recetarle nada al paciente, tampoco cambiaría la fórmula electoral D´Hondt, tan criticada en la prensa española, porque matemáticamente es una fórmula muy proporcional en circunscripciones grandes y las andaluzas lo son (Huelva es la más pequeña, con 11 escaños). Es más, el reparto provincial prima ligeramente a los partidos mayoritarios, lo que facilita la gobernabilidad: en las elecciones el PSOE obtuvo el 51% de los diputados con el 48% de los votos. Ni siquiera veo claro la utilidad de las listas abiertas ya que en el Senado lo son y no se producen ningún resultado relevante, dada nuestra cultura gregaria. Las listas desbloqueadas han sido rechazadas en el exhaustivo informe del Consejo de Estado sobre la reforma del régimen electoral general porque al hacer los partidos políticos más permeables a las tendencias dominantes en la opinión, “puede generar en el seno de aquéllos tensiones que dificulten la unidad de acción”. Por mi cuenta, añado que los partidos no nos iban a ofrecer candidatos tan atractivos como para que nos tomáramos la molestia de alterar su orden.
Don Miguel de Unamuno decía que los médicos se debatían entre el dilema de dejar morir al enfermo por miedo a matarle, o le mataban por miedo de que se les muriera. Como no quiero quedarme en la primera disyuntiva ni tengo espacio para buscar medicamentos previos a las elecciones (como podría ser seleccionar a los candidatos mediante primarias) realizaré una sola propuesta de reforma electoral: dejar sin asignar entre los partidos el mismo porcentaje de escaños que de abstenciones se hayan producido en las elecciones (28% en las de 2008, 30 escaños). Creo que el miedo a perder diputados podría ser el bálsamo de Fierabrás que estamos buscando para aumentar la calidad de la democracia: obligaría a los partidos a ganarse el aprecio de la sociedad, preparando programas serios, actuando coherentemente y ofreciendo candidatos atractivos. Claro que todos podemos imaginar donde guardará el enfermo esta medicina.
Aun teniendo en cuenta la inutilidad de este ejercicio de proponer reformas. ¿Qué cambiaría? Volvamos al simil del médico: ¿y cuál es la enfermedad que hay que curar? Porque un sistema electoral debe cumplir tres funciones (producir legitimidad, representación y gobierno) y según pongamos el acento en una u en otra, así será el sistema que elijamos. Echemos un vistazo a los Estados de nuestro entorno y tomemos alguno de sus sistemas. Por ejemplo, el sistema mayoritario anglosajón, que parece ganar adeptos en España pues en el Reino Unido ha servido para crear una clase parlamentaria de cierto nivel intelectual y un gran nexo de unión entre representantes y representados, al tiempo que ha amortiguado la fuerza de los partidos políticos y facilitado gobiernos estables. Si nos lo trajéramos a Andalucía (olvidándonos de que antes deberíamos reformar el artículo 152 de la Constitución y el 104 del Estatuto) probablemente permitiría que siempre hubiera un gobierno de mayoría absoluta, pero a cambio de laminar a los partidos minoritarios que difícilmente lograrían escaños. Así que se gana en gobernabilidad y se pierde en representación. En cuanto al efecto de conseguir parlamentarios con más relieve social y más próximos a los ciudadanos, no estoy muy seguro de que se conseguiría: habría que elegir un diputado por cada 70.000 habitantes, lo que es un número alto para que se cumpla el viejo mito del candidato visitando casa por casa y conociendo a todos sus electores. Pero más todavía: nuestra cultura política es muy gregaria, mucho de siglas y poco de personas, por lo que no cambiaría sustancialmente los candidatos que se presentarían, como por lo demás demuestra la experiencia alemana, donde los candidatos que se eligen directamente no tienen ni de lejos el perfil propio de los anglosajones. Por no hablar de los riesgos de fomentar el populismo y la demagogia de determinados personajes que en un momento concreto podrían ilusionar a algunos colectivos, como hemos visto que ha pasado en varias elecciones municipales.
Si nos fuéramos al extremo contrario, aboliéramos la provincia como circunscripción y eligiéramos un sistema estrictamente proporcional, como Israel y los países del Benelux, lograríamos un sistema muy representativo pero dificultaríamos la gobernabilidad, dandole gran peso a los partidos minoritarios, tanto que a veces los votantes de los mayoritarios pueden sentirse infrarrepresentados. Además, en estos sistemas la inestabilidad gubernamental es una situación muy habitual, como acabamos de ver que ha sucedido en Holanda, donde se han convocado elecciones anticipadas para junio.
Así las cosas, tengo para mí que el sistema proporcional de circunscripción provincial es el menos malo que podríamos adoptar en Andalucía. Y puesto a no recetarle nada al paciente, tampoco cambiaría la fórmula electoral D´Hondt, tan criticada en la prensa española, porque matemáticamente es una fórmula muy proporcional en circunscripciones grandes y las andaluzas lo son (Huelva es la más pequeña, con 11 escaños). Es más, el reparto provincial prima ligeramente a los partidos mayoritarios, lo que facilita la gobernabilidad: en las elecciones el PSOE obtuvo el 51% de los diputados con el 48% de los votos. Ni siquiera veo claro la utilidad de las listas abiertas ya que en el Senado lo son y no se producen ningún resultado relevante, dada nuestra cultura gregaria. Las listas desbloqueadas han sido rechazadas en el exhaustivo informe del Consejo de Estado sobre la reforma del régimen electoral general porque al hacer los partidos políticos más permeables a las tendencias dominantes en la opinión, “puede generar en el seno de aquéllos tensiones que dificulten la unidad de acción”. Por mi cuenta, añado que los partidos no nos iban a ofrecer candidatos tan atractivos como para que nos tomáramos la molestia de alterar su orden.
Don Miguel de Unamuno decía que los médicos se debatían entre el dilema de dejar morir al enfermo por miedo a matarle, o le mataban por miedo de que se les muriera. Como no quiero quedarme en la primera disyuntiva ni tengo espacio para buscar medicamentos previos a las elecciones (como podría ser seleccionar a los candidatos mediante primarias) realizaré una sola propuesta de reforma electoral: dejar sin asignar entre los partidos el mismo porcentaje de escaños que de abstenciones se hayan producido en las elecciones (28% en las de 2008, 30 escaños). Creo que el miedo a perder diputados podría ser el bálsamo de Fierabrás que estamos buscando para aumentar la calidad de la democracia: obligaría a los partidos a ganarse el aprecio de la sociedad, preparando programas serios, actuando coherentemente y ofreciendo candidatos atractivos. Claro que todos podemos imaginar donde guardará el enfermo esta medicina.
Comentarios
Es un lujo leerle (en papel o en píxel).