Artículo publicado el jueves 26 de noviembre de 2020 en el Diario de Sevilla y los otros ocho periódicos del Grupo Joly
Los constitucionalistas no hemos acabado de sacar la cabeza de la polémica ola sobre el plazo y las condiciones del segundo estado de alarma cuando ya tenemos aquí a los periodistas y amigos apremiándonos con una nueva duda: ¿nos pueden obligar a ponernos la vacuna? Como tras lanzar la pregunta, mis interlocutores suelen añadir múltiples razones filosóficas, morales y médicas a favor o en contra, me centrare únicamente en lo que esperan que yo pueda clarificar: el aspecto legal. Y nada mejor que empezar por el principio, la Constitución, que consagra la libertad como un valor superior del ordenamiento jurídico y garantiza la libertad personal con un nutrido catálogo de derechos fundamentales. Por eso, la Ley 41/2002, Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente, establece la voluntariedad de los tratamientos médicos. Y como las vacunas no dejan de ser medicamentos (expresamente lo reconoce la Ley del Medicamento de 2015) pues no cabe duda jurídica: vacunarse es una decisión personal. Si Miguel de Unamuno pudo escribir en Niebla que los médicos se debaten entre el dilema de dejar morir al enfermo por miedo a matarle, o matarlo por miedo de que se les muera, hoy podemos decir que esa elección nos corresponde a los propios pacientes.
Ahora
bien, don Miguel también podría haber escrito -citando a Kant- que como el
Derecho es el conjunto de condiciones que permiten que la libertad de cada uno
se acomode a la libertad de todos, entonces se hace necesario pensar algún
mecanismo jurídico que permita compatibilizar la libertad personal de
tratamiento médico con el derecho de los demás a no ser contagiados. Y en un Estado de Derecho ese mecanismo no
puede ser más que la ley, no los tuits ministeriales. Por eso, nuestras leyes
sanitarias prevén supuestos en los que se puede restringir la libertad de las
personas para impedir la expansión de una enfermedad infecciosa. En particular,
la muy usada contra la COVID-19, Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en
Materia de Salud Pública permite, incluso, el internamiento de enfermos en
contra de su voluntad. Como también establece que la autoridad sanitaria podrá
adoptar las demás medidas “que se consideren necesarias en caso de riesgo de
carácter transmisible”, hay quien considera que es una habilitación passe-partout, para todo: desde confinar
a cien turistas en un hotel, hasta ordenar la vacunación de cuarenta y cinco
millones de personas. Incluso se ha
encontrado un precedente: el auto de 24 de noviembre de 2010 del Juzgado de lo
Contencioso-5 de Granada que autorizó la vacunación obligatoria de 35 niños que
le solicitó la Junta de Andalucía.
Sin
embargo, me parece que el precedente nos indica más bien para qué sirve la Ley
Orgánica 3/1986 y para qué no: sirve para ordenar la vacunación de unos pocos
alumnos de un colegio en el que se había declarado un brote de sarampión y en
el que la gran mayoría de compañeros ya se había vacunado voluntariamente. Pero
no sirve para establecer una obligación de vacunación de todos y cada uno de
los habitantes de España. Para eso, el principio de legalidad, ampliamente
consagrado en nuestra Constitución, exige una ley. Lamentablemente, ni el
Gobierno ni la oposición han considerado conveniente modificar esa Ley Orgánica
para prever la vacunación obligatoria. Tampoco ha habido ninguna iniciativa
para incluir la COVID-19 en el listado de enfermedades contagiosas de la Ley de
22/1980 sobre vacunaciones obligatorias, impuestas y recomendadas. Nuestro
Gobierno y nuestros diputados andan en temas más importantes, pero lo mismo
encuentran un hueco para debatir el asunto antes de que las vacunas estén
listas para su distribución. El ministro Illa ya ha adelantado que prefiere la
vacunación voluntaria.
Sí
que ha encontrado un poco de tiempo el Partido Popular de Galicia, que se
apresta a reformar la Ley de sanidad gallega para que establezca la
obligatoriedad de la vacuna y las multas correspondientes a quien se niegue a ponérsela,
que según las encuestas puede llegar a ser el 40% de la población, al menos en
un primer momento. La iniciativa de Núñez Feijóo y los suyos abre otro
interesante problema jurídico: ¿pueden las Comunidades Autónomas establecer esa
restricción a la libertad individual? Yo diría que no, como prueba la propia
existencia de la Ley Orgánica 3/1986 que establece medidas obligatorias que
pueden adoptar “las autoridades sanitarias de las distintas Administraciones
Públicas”. Si en 1986 se consideró que las
medidas obligatorias de policía sanitaria debían de estar en una ley estatal,
no veo razón para cambiar de criterio ahora. Lo que sí podrían hacer las leyes
autonómicas es trocar la obligatoriedad en estímulo, esos empujoncitos o nudges sobre los que han teorizado los profesores
Richard Thaler y Cass Sunstein: en lugar de amenazar con multas, ofrecer
pequeñas recompensas a los que se animen a vacunarse. El legislador podría
sustituir el garrote sancionador por una habilitación a las autoridades
sanitarias para que idearan un abanico de estímulos sociales. Por adelantar
alguna sugerencia al desgaire: desde sortear un coche deportivo eléctrico,
ahora tan de moda, hasta regalar un bono de cinco euros para gastar en la
hostelería y comercios locales, tan necesitados de solidaridad. También la ley tiene
la opción inversa: prohibir la entrada en edificios y transportes públicos a
los que no se vacunen, excluirlos de las oposiciones, etc. La imaginación, a la
legislación.
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