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EL ESTADO DE ALARMA: DONDE QUIEREN LOS GOBERNANTES

Artículo publicado EL PAÍS el 6 de noviembre de 2020 

 

            

     No, la prórroga de seis meses no ha convertido a España en una democracia iliberal, ni dado poderes extraordinarios a Sánchez para que gobierne como un sátrapa. Ni cerrado las Cortes. Ni ninguna otra de las muchas cosas que se han escrito y dicho estos días contra la prórroga. La Constitución garantiza bajo el estado de alarma la responsabilidad del Gobierno y el normal funcionamiento de las instituciones. Que durante el anterior estado de alarma nacional se redujera la actividad del Congreso, se legislara a golpe de decreto-ley (con la muy polémica inclusión del vicepresidente Iglesias en el CNI), se cerrara el portal de transparencia, incluso se adjudicaran sin concurso millones de euros, no fue porque el Gobierno tuviera el respaldo legal del estado de alarma. Es verdad que ese tipo de irregularidades son más fáciles de realizar si la opinión pública tiene su foco de atención en el estado de alarma, pero no son culpa del estado de alarma. Lo mismo que la discusión de la prórroga semestral el 29 de octubre en el Congreso nos ha impedido fijarnos que ese mismo día el Pleno aprobaba una ley tan interesante como la reguladora de los servicios electrónicos de confianza e iniciaba los trámites para un cambio legislativo más polémico: la derogación del delito de coacciones para los que obliguen a otras personas a iniciar o continuar una huelga.

             Lejos de estridencias, y rebajada la crítica a la prórroga sesquipedálica a su justa medida, debo agregar que estoy convencido de su inconstitucionalidad. Por razones que ya argumenté in extenso cuando en mayo el Gobierno pretendió dos meses de prórroga. Dicho ahora telegráficamente: interpretemos el silencio del artículo 116 de la Constitución sobre la duración de la prórroga como lo interpretemos, siempre nos conduce al mismo resultado: una prórroga corta. Sea una interpretación sistemática de la Constitución (“monarquía parlamentaria”); sea analógica con el estado de excepción (prórroga igual al plazo original); sea basándonos en los principios generales del Derecho procesal (no hay ni una sola norma que establezca una prórroga superior al plazo original: desde los reglamentos de las Cortes hasta la Ley del Procedimiento Administrativo).

 

            Siendo criticable jurídica y políticamente la prórroga semestral, una prueba más del deslizamiento de nuestro sistema político al parlamentarismo difuminado, me parece que lo más discutible del estado de alarma es la muy deficiente regulación de la cogobernanza que hace el Decreto 926/2020 que lo declara. Con imaginación jurídica, se puede sortear el tenor literal del artículo 7 de la Ley Orgánica de los estados de alarma, excepción y sitio que permite la delegación en los presidentes autonómicos “cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o en parte del territorio de una comunidad”; pero no alcanza a justificar que el Decreto haga la delegación de medidas restrictivas de derechos fundamentales, como son el confinamiento domiciliario nocturno y  el cierre de municipios, sin fijar ningún criterio real para adoptarlas más allá de unos vaporosos “indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad”, que en la práctica a nada obligan y que poco protegen contra la arbitrariedad. Mucho mejor hubiera sido para la seguridad jurídica que el Gobierno, al menos, hubiera dedicado parte de las cuatro insufribles páginas de la exposición de motivos del Decreto a determinar esos indicadores. El epítome de esa capacidad de actuar de los presidentes según su leal saber y entender ha sido la decisión de la Presidenta de la Comunidad de Madrid de cerrar la capital solo en los puentes y fines de semana haciendo una original interpretación -admitida por el Ministerio de Sanidad- de la disposición del Decreto que ordena que la eficacia de las medidas que se tomen “no podrá ser inferior a siete días naturales”. Por eso, emulando la legendaria ordalía de los misales romano y mozárabe de Alfonso VI, podemos decir que el Decreto permite que las medidas que se tomen vayan donde quieran los presidentes. Cualquier control judicial posterior deviene un punto menos que imposible.

 

            Pero, además, entre esas medidas de cogobernanza no está el confinamiento domiciliario, por lo que surge un nuevo problema: como ni el Decreto 926/2020 ni las condiciones de la prórroga que votó el Congreso la semana pasada lo contienen, el Gobierno no ha podido incluirlo en el Decreto 956/2020 de prórroga hasta el 9 de mayo. Por tanto, no tendrá más remedio que ir al Congreso y solicitar una nueva autorización para modificar ese Decreto. Curiosa ironía del destino: por la ventana del confinamiento domiciliario se va a colar la votación de la prórroga que el Gobierno quería evitar. Y todavía hay otra ironía legislativa más: el Gobierno se podría haber evitado todas estas votaciones si simplemente hubiera cumplido con los anuncios de reforma de la legislación sanitaria que tanto el Presidente como la Vicepresidenta anunciaron en la primavera. Con esta reforma se habría ganado en seguridad jurídica a la hora de adoptar medidas de policía sanitaria contra la epidemia de la covid-19 que pudieran limitar derechos fundamentales; en línea con las reformas legislativas que han adoptado la mayoría de estados europeos, que se han evitado así tanto usar el Derecho excepcional como las contradicciones entre tribunales que aquí se han producido. Por qué el Gobierno no lo ha hecho, a pesar de su furor legiferante en otras materias, es un secreto inexplicado, un nuevo arcanum regni que algún día contará un moderno trovador.

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