Artículo publicado en EL ESPAÑOL el 10 de abril de 2022
Si uno tiene la peregrina idea de pasar una de estas tardes primaverales hojeando libros de teoría parlamentaria, encontrará fácilmente que todos ellos, sean clásicos como La lógica parlamentaria de William Hamilton o de reciente publicación, como el excelente El Parlamento moderno de Ignacio Astarloa, coinciden en la esencia del sistema de gobierno parlamentario: ésta consiste en la relación de confianza -fiducia si nos ponemos eruditos- entre el Parlamento y el Gobierno. Una confianza que comienza en el momento en que se elige al Presidente del Gobierno, bien de forma implícita en el parlamentarismo negativo británico, bien expresa en el modelo de investidura continental. Pero que no se agota en ese momento, sino que debe mantenerse en el ejercicio cotidiano de la función gubernamental. Esta teoría de la confianza continua es tan aplicable a la Constitución española que el profesor y senador socialista Isidre Molas ha afirmado que la función parlamentaria permite que el Congreso apruebe mociones en las que “manifiesta su voluntad; determina los grandes objetivos de la política nacional; orienta la actividad del Gobierno y de la Administración, indicando los instrumentos y medios más adecuados para conseguir los fines propuestos”.
Precisamente,
esa capacidad de orientar la actividad del Gobierno es la que utilizó el
Congreso para aprobar el jueves, por 168 votos a favor, 118 votos en contra y
61 abstenciones, la proposición no de ley “relativa a la posición del Gobierno
español en relación con el conflicto del Sahara Occidental”. En ella, el
Congreso se ratifica en “su apoyo a las resoluciones de la ONU y a la Misión de
Naciones Unidas para el Referéndum en el Sahara Occidental”. Es más que sabido
que el Presidente del Gobierno, en lugar de seguir ese acuerdo del Congreso,
firmó el mismo día por la tarde una “Declaración conjunta” con el Rey de
Marruecos en el que, lejos de aceptar el referéndum de autodeterminación,
respalda “la iniciativa de autonomía marroquí” para el Sahara. Pero como las
mismas monografías de teoría parlamentaria nos enseñan, el Derecho
parlamentario es poco normativo, basado fundamentalmente en usos y costumbres,
de tal manera que ni la Constitución, ni el Reglamento del Congreso ni ningún
otro texto legal establecen un mecanismo para obligar a un Presidente insumiso a
acatar una proposición no de ley, ni tampoco una sanción para este flagrante incumplimiento de una
resolución del Pleno, del que no soy capaz de recordar ningún precedente en las
trece legislaturas anteriores. Es más, el propio Tribunal Constitucional ha
tenido ocasión de confirmar que estas resoluciones no tienen “efectos jurídicos
vinculantes” (Sentencia 40/2003).
Los
libros de Derecho parlamentario también estudian un instrumento que recoge
nuestra Constitución y sobre el que merece la pena detenerse: la cuestión de
confianza, que el Presidente del Gobierno puede presentar “sobre su programa o
sobre una declaración de política general” (artículo 112). Los especialistas
han concretado que debería de presentarse cuando se rectifique el programa con
el que un Presidente fue elegido o cuando haya divergencias dentro de un
Gobierno de coalición. El catedrático y relevante socialista Julián Santamaría
llegó a escribir que en esos casos el Presidente “no solo pueda, sino que deba
someter la cuestión de confianza”. En marzo de 2018 el entonces líder de la
oposición, Pedro Sánchez, declaró que,
si las Cortes no aprobaban el proyecto de ley presupuestaría, el Presidente
Rajoy “lo que tiene que hacer, como obligación constitucional, es someterse a
una cuestión de confianza".
Pues
bien, esta teoría de la obligación constitucional parece plenamente aplicable
al caso por partida doble: el Presidente y su grupo socialista han cambiado de opinión
sobre el Sahara, giro en la política gubernamental que no comparte ni su socio
de Gobierno ni sus aliados externos, hasta el punto de que la proposición no de
ley comienza con una insólita declaración: "Una parte del Gobierno español
ha modificado unilateralmente su posición en relación con el conflicto del
Sahara Occidental". Claro que otra vez nos encontramos con la falta de
mecanismos para hacer efectiva esa obligación
constitucional: el artículo 112 regula la cuestión como una competencia del
Presidente que puede usar discrecionalmente. Por tanto, a pesar de que el
artículo 1.3 de la Constitución declare, con cierta pompa, que "la forma
política del Estado español es la Monarquía parlamentaria", cada día es más
evidente que el Presidente del Gobierno, una vez elegido por el Pleno del
Congreso, adquiere una libertad de actuación que no se corresponde con la que
disfrutaban sus antecesores, no ya en el parlamentarismo clásico, sino ni
siquiera en el parlamentarismo racionalizado del siglo XX, de ahí que me
parezca más adecuado usar la etiqueta de parlamentarismo difuminado para
el sistema político español.
Se
me ocurre un penúltimo cartucho -en estos tiempos bélicos- para intentar
ralentizar este deslizamiento hacia el presidencialismo de nuestro sistema
político: los partidos que consideren que el Presidente ha incumplido la
resolución del Congreso sobre el Sahara podrían proponer una moción de
reprobación contra él, al modo y semejanza de las que se han interpuesto frente
a la actuación de determinados ministros. Ya sé que no hay precedentes, pero no
veo que el Presidente como “miembro del Gobierno” no pueda ser sujeto de estas
reprobaciones, si previamente se le ha realizado una interpelación,
perfectamente posible a tenor del artículo 111 de la Constitución y la práctica
parlamentaria. Como viene sucediendo
desde que en diciembre de 2007 se aprobó la primera reprobación contra una
ministra, si una iniciativa así triunfara contra el Presidente del Gobierno no
por eso tendría que dimitir; pero al menos tendríamos la ilusión de que existe
un mínimo control parlamentario sobre su actividad política.
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