Artículo publicado el miércoles 15 de junio 2022 EL PAÍS.
En
la Transición, todos los actores políticos relevantes tenían claro el error
técnico de la República. Por eso, el Gobierno de Suárez pactó con la oposición
democrática un sistema electoral que pretendía lo mejor de los dos mundos:
mantener la proporcionalidad entre la fuerza social y la parlamentaria de los
partidos, pero evitando que su número se disparara. Para ello diseñaron un
Congreso con muchos menos diputados, a pesar del aumento de la población (350
frente a 470 de la República), circunscripción provincial con un mínimo de dos
diputados y fórmula electoral proporcional. Pero como el diablo se esconde en
los detalles, los padres de la ley electoral no estuvieron atinados en el
diseño de un elemento secundario: para impedir el acceso de pequeños partidos
fijaron una barrera electoral, un porcentaje mínimo de votos para obtener un
diputado. Les pareció que el 5% exigido en Alemania era demasiado exigente y lo
rebajaron al 3%. Además, como en 1977 no teníamos nada parecido a los länder, el porcentaje se fijó en cada
provincia, sin darse cuenta de que eso convertía a la barrera en inoperante
porque, por el tamaño de las circunscripciones españolas, en la inmensa mayoría
se necesita mucho más del 3% para obtener un diputado. De hecho, la barrera
electoral solo ha operado una vez en las quince elecciones generales que se han
celebrado desde entonces: en las de 1993 el CDS obtuvo el 2,9% de los votos en Madrid,
pero la barrera impidió que lograra el diputado que la proporcionalidad pura le
otorgaba. Con increíble despreocupación, la Ley Orgánica de Régimen Electoral
General mantuvo en 1985 esa barrera y lo mismo hicieron la mayoría de las leyes
electorales autonómicas, como la Ley 3/1987, de 30 de marzo, Electoral de
Castilla y León.
Durante
muchos años el sistema electoral para el Congreso fijado en el Decreto-ley
20/1977 (en buena parte constitucionalizado en 1978) parecía funcionar
aceptablemente bien, cumpliendo con sus objetivos de lograr que la fuerza
parlamentaria de los partidos no fuera muy diferente de su fuerza social, al
mismo tiempo que ofrecía estabilidad gubernamental: durante 40 años los dos
grandes agruparon, en términos redondos, el 75% de los votos y el 85% de los
escaños. Funcionó a la perfección en las cinco elecciones en las que el partido
ganador consiguió la mayoría absoluta de los diputados. Pero cuando no
consiguió esa mayoría absoluta (digamos el PSOE en 1993 y el PP en 1996) se
puso de manifiesto una falla técnica del sistema electoral: eliminaba a los terceros partidos estatales, mientras
que no perjudicaba a los partidos nacionalistas que, con menos votos, obtenían
más diputados (por ejemplo, en el 2004 CiU consiguió 10 diputados con 835.000
votos; mientras que IU solo logró 5 con 1.160.000). Por tanto, los únicos partidos con los que el
ganador podía pactar para lograr la ansiada mayoría absoluta eran los
nacionalistas. Partidos que, lógicamente, iban a lo suyo: mi voto a cambio de
transferencia de competencias, mayores inversiones, mejora de la financiación,
etc. Y los grandes líderes nacionales aceptaron: puertos, parques nacionales, competencias de
tráfico, generosidad en el cálculo del cupo vasco, nuevo Estatuto, lo que fuera
necesario. Así hubo quien protestó enérgicamente porque el Gobierno cedía el
15% del IRPF a las Comunidades y cuando le tocó a él gobernar cedió el 30%. Se
llegó a pagar con los Presupuestos Generales del Estado la restauración de la
barandilla del Paseo de la Concha de San Sebastián y la Plaza de la Memoria en
Vitoria. Cinco diputados verdaderamente beneficiosos para su tierra.
A
la vista de esa utilidad, en muchas provincias de la España olvidada han
empezado a preguntarse si no les sería más útil seguir el ejemplo nacionalista
y votar a sus propios partidos. Desde luego, las inversiones recogidas en los
Presupuestos Generales de 2021 y 2022 demuestran la utilidad de Teruel
Existe para los turolenses. Lógicamente, las elecciones castellanoleonesas
han reflejado estos planteamientos: mientras UP y Ciudadanos solo tienen un
diputado cada uno con el 5% de los votos; tres partidos locales, todos con
porcentajes inferiores, lograron siete escaños. El efecto imitación, que tanto
ha espoleado la dinámica centrífuga del Estado autonómico, ha terminado por
saltar a los partidos políticos. Por eso, ahora los grandes están preocupados
por la eclosión de partidos territoriales, que tanto daño electoral les pueden
hacer. La solución técnica es relativamente sencilla, elevar la barrera
electoral al 5% autonómico. La solución política es, en teoría, también
sencilla. Pero algún problema práctico debe tener porque hace ya 90 años que el
propio Ortega la propuso en La redención
de las provincias: basta con que en los despachos de Madrid se preste más
atención a las provincias, comenzando por montar candidaturas de personas
representativas y no meros funcionarios del partido, siempre atentos a los
deseos de sus superiores y poco a las reivindicaciones de sus paisanos.
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