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¿ELIMINAR MUFACE? MEJOR, MUFACE PARA TODOS

 Artículo publicado el  día 10 de enero de 2025  en el diario El Español.


       Como funcionario algo hipocondríaco, ando preocupado estos días con la renovación de los conciertos entre Muface y las aseguradoras privadas pues no me gustaría integrarme en la sanidad pública, que en Andalucía gestiona el PP con unos resultados bastante discretos. Como ciudadano, reconozco que los funcionarios estatales tenemos el privilegio de eludir las largas lista de espera de la sanidad pública gracias a que podemos optar por la sanidad privada; más si tenemos en cuenta que  lo lógico sería lo contrario: si algún colectivo debería de usar per lege la sanidad pública debería de ser el de los funcionarios, empezando por los estatales. Entiendo, por tanto, la postura de los partidos de izquierda que abogan por suprimir esta posibilidad y exigir que todos los asalariados, sin importar quién les paga, utilicen la sanidad pública.


            Sin embargo, viendo el asunto desde la aburrida perspectiva del jurista, el calificativo de "privilegio" merece discutirse detenidamente. Según la RAE, un privilegio es una ventaja que goza una persona o colectivo en perjuicio directo o indirecto de la mayoría. Así, desde el derecho de pernada en adelante podemos recordar muchos privilegios históricos que se han dado en España: los mayorazgos, señoríos  y demás gabelas nobiliarias, los gremios y sus monopolios profesionales, el monopolio comercial con América de la Casa de Contratación de Sevilla, la exención de impuestos y de aportar soldados en el siglo XIX de las provincias vascas, los supermercados y clubes exclusivos para militares en el franquismo, etc. Todos estos privilegios supusieron algún grado de detrimento para el resto de la sociedad bien porque se le excluía del disfrute de unos bienes limitados, bien porque debía de afrontar unas cargas públicas de las que se exoneraba a los privilegiados.  

 

            Desde esta perspectiva de beneficio personal y perjuicio comunitario, no es tan evidente que el hecho de que la Ley sobre Seguridad Social de los Funcionarios Civiles del Estado permita que casi un millón de trabajadores públicos estatales podamos  elegir la sanidad privada en lugar de la pública sea un privilegio porque no estamos perjudicando a los más de 46 millones de usuarios de la sanidad pública. Los trabajadores privados, que pagan su seguridad social, podrán sentirse moralmente discriminados, porque otros -que pagan por la misma cobertura- pueden realizar una elección que a ellos se les veda en la Ley General de la Seguridad Social; pero no económicamente, ya que la elección de los funcionarios no les genera un costo adicional. Es más, la aportación que hace el Estado a Muface por mutualista es inferior a la que hace a la sanidad pública por usuario, lo que según la Cátedra Extraordinaria de Salud Sostenible de la Universidad Complutense de Madrid supone un ahorro anual  de mil millones de euros cada año para el Estado, cerca de 600 euros por mutualista. Algo que el ministro de Función Pública no ha tenido en cuenta -supongo que por confusión con los números, nunca con mala intención- a la hora de hacer sus sesgadas declaraciones sobre los 1.000 millones de euros adicionales que el Gobierno “está metiendo para financiar Muface, dinero de todos los ciudadanos, de los Presupuestos Generales del Estado, para financiar el seguro privado de un millón y medio de ciudadanos”.

 

Este tipo de privilegio, que favorece a un grupo pero, en rigor, no perjudica a nadie, se llama técnicamente un privilegio favorable. Recordemos, por ejemplo, el privilegio de los grandes de España de permanecer cubiertos delante del rey, el derecho a tener escudo de armas de las familias nobles, incluso la ejecución de su condena a muerte mediante el hacha y no la horca, reservada a los plebeyos.

 

            Estos privilegios favorables pueden corregirse no solo eliminándolos, como los privilegios odiosos, sino concediéndoselos a todo el mundo; práctica más que habitual desde que el Edicto de Caracalla extendiera la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio allá por el 212. Desde luego, cuando el Tribunal Constitucional se ha encontrado con una discriminación de este tipo, lo que ha hecho ha sido buscar la equiparación por arriba: desde su pionera sentencia 207/1987, de 22 de diciembre, en la que declaró que un Convenio Colectivo violaba el  derecho a la igualdad de los auxiliares masculinos de vuelo al no permitirles las mismas condiciones para el retiro anticipado de sus colegas femeninas, hasta sus recientes sentencias declarando la discriminación en la que incurre el Estatuto de los Trabajadores al no prever la extensión del permiso de maternidad en las familias monoparentales para equipararlas a las biparentales (SSTC 140/2024, de 6 de noviembre y 151/2024, de 2 de diciembre).

 

            Por eso, no es tan evidente que la solución al privilegio favorable de los funcionarios sea suprimirlo; si no este año 2025, más adelante, como viene insinuando el Gobierno y algún periódico antaño liberal.  La solución podría ser la contraria: permitir que todos los trabajadores, sin distinción de público o privado, estatal o autonómico, tengan el derecho de elegir entre la sanidad pública o la privada. Dejo para los economistas y expertos en sanidad la discusión sobre cuál puede ser la solución óptima para nuestro país, aunque tengo para mí que los informes anuales de la OCDE ponen de manifiesto que los sistemas sanitarios donde coexisten proveedores públicos y privados en condiciones reguladas generan mejores resultados en términos de coste-eficiencia y satisfacción del usuario (el último, Health at a Glance 2023: OECD Indicators).

 

            Por mi parte, intentaré aportar una perspectiva constitucional a eso que el propio Gobierno ha denominado una "reflexión sobre el futuro del modelo". En principio, puede mantenerse que la Constitución garantiza un sistema de asistencia sanitaria pública que puede gestionarse bien íntegramente por las administraciones públicas (digamos, el modelo francés), bien íntegramente por entidades privadas (el alemán) o bien un sistema mixto como el español, sobre todo en Cataluña y otras Comunidades en las que la derecha ha tenido una fuerte presencia. El modelo Muface se contrapone a todos, especialmente al tercero -el modelo Alzira, al que en un primer vistazo podría parecerse- porque los usuarios son los que deciden si van a ser atendidos por una de las empresas de salud concertadas o a la sanidad pública. Es decir, que mientras en estos últimos años los funcionarios hemos podido elegir entre cuatro ofertas sanitarias (la pública más tres empresas privadas), los trabajadores solo tenían una opción.

 

            Así las cosas, ¿puede mantenerse que todos esos modelos son igualmente constitucionales y el legislador es libre para optar por el que considere conveniente? Desde luego, así se ha venido entendiendo hasta ahora. Sin embargo, tengo para mí que, siendo todos igual de constitucionales, uno es más constitucional que los otros: si la Constitución proclama la libertad como uno de su cuatro valores superiores, si declara que la soberanía reside en el pueblo y que el libre desarrollo de la personalidad es un fundamento del orden político, me parece que la conclusión inevitable consiste en que el modelo Muface es  el más conforme con la Constitución de 1978 porque es el que proporciona más libertad a los ciudadanos y más constriñe a los políticos. ¿Será por este motivo que ningún partido en el Gobierno lo haya defendido, ni siquiera aquellos que -como el PP- lo han llevado en su programa electoral en reiteradas ocasiones?

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