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LECCIONES CANADIENSES DE BUEN GOBIERNO

  Este mes de agosto he tenido la suerte de realizar una estancia de investigación en el Institute of Intergovernmental Relations de la Queen’s University en Kingston. A partir de lo aprendido allí sobre la política canadiense, se me ha ocurrido establecer algunas comparaciones con la política europea y española. El artículo lo publica hoy, lunes 1 de septiembre, EL ESPAÑOL

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         Si un optimista es quien ante un problema ve una oportunidad, el primer ministro canadiense, el liberal Mark Carney, es el más optimista de los líderes mundiales ya que ha afrontado el desafío de Donald Trump como una gran oportunidad para mejorar la economía canadiense.

             En política exterior, Carney se ha negado a firmar rápidamente un acuerdo con los Estados Unidos, a diferencia de otros muchos mandatarios. Por el contrario, ha optado por negociar con calma con el vecino del sur, tanta que ahora solo China y Canadá le mantienen el pulso a Trump con aranceles de represalia; solo que en el caso de Carney su estrategia es mucho más arriesgada: alrededor del 75% de las exportaciones canadienses se dirigen al mercado americano. Pero lejos de ceder, el prime minister ha adoptado un lenguaje combativo, afirmando que en ocasiones negociar exige -como en el hockey sobre hielo, el deporte nacional- levantar los codos frente a los rivales agresivos (rápidamente “elbows up” se ha convertido en un lema patriótico).

 

            Mark Carney ha reservado la rapidez de movimientos para la política interior: en poco menos de lo que dura el mes de junio, consiguió -sin tener mayoría absoluta- que el Parlamento aprobara la Ley sobre la Unidad de la Economía Canadiense (conocida popularmente como Bill C-5), pensada para mejorar la integración económica y la gestión de su propio país federal, uno de los más descentralizados del Mundo. Esta ley tiene dos grandes objetivos: eliminar barreras al comercio y a la movilidad laboral entre provincias y territorios; así como acelerar la tramitación de grandes proyectos de infraestructuras considerados de interés nacional.    


            Para conseguir el primer objetivo, "un mercado interior real", la ley introduce mecanismos que permiten que los bienes y servicios regulados por una provincia se consideren conformes con normas federales equivalentes. Asimismo, permite que las licencias profesionales otorgadas por una provincia se considere que cumplen con los requisitos de una norma federal equivalente, evitando trámites duplicados. No es casualidad que Mark Carney, exgobernador del Banco de Inglaterra, defendiera la ley argumentando que busca un mercado interior integrado similar al de la Unión Europea. También resaltó que la ley pretende armonizar las legislaciones sin suprimir la potestad normativa provincial; para lo cual incentiva tanto que las provincias firmen convenios entre ellas (ya se ha firmado el primero entre
Ontario, Saskatchewan y Alberta) como que aprueben leyes para eliminar barreras que obstaculicen el comercio y la circulación de trabajadores, un proceso que la mayoría de las provincias ya está tramitando.

 

            En cuanto al objetivo de facilitar la construcción de infraestructuras, la One Canadian Economy Act crea una Oficina Federal de Proyecto Estratégicos, dependiente del Gobierno central, una ventanilla única para todos los proyectos de interés nacional, de tal forma que en el plazo máximo de dos años cualquier iniciativa de infraestructuras sea aprobada o rechazada, cuando en la actualidad no baja de cinco. El Gobierno considera que esto atraerá mayor inversión empresarial y acelerará la puesta en servicio de los proyectos.

 

            Para garantizar la seguridad jurídica y evitar arbitrariedades, la ley enumera criterios claros para la selección de proyectos: autonomía estratégica, beneficio económico, viabilidad, contribución a la transición climática y promoción de los intereses indígenas. Además, incorpora mecanismos de participación para las provincias —se admitió una enmienda del Bloque Quebequés que incluso permite el veto provincial en infraestructuras de su competencia exclusiva— y los pueblos indígenas, un aspecto especialmente sensible que ha motivado numerosas reuniones entre el Gobierno y líderes indígenas durante el mes de agosto.

 

            In media res de una negociación, como en el descanso de un partido, es imposible saber si la estrategia del Gobierno canadiense de negociar sin prisas (por lo pronto, no se ha hundido el país, ni Trump lo ha invadido) será más productiva que el rápido acuerdo alcanzado por la Unión Europea, el cual tiene aspectos tan desfavorables para nosotros que ya hay quien lo ha comparado con el injusto tratado impuesto por Gran Bretaña a China tras la Guerra del Opio en 1842. Sin embargo, no hay duda de que la Unión Europea debería de seguir el ejemplo canadiense y actuar con urgencia para reforzar el mercado único; algo que puede hacer partiendo de los dos excelentes informes de Letta y Draghi, que llevan ya demasiado tiempo acumulando elogios y polvo.

 

            Si esta forma de actuar del primer ministro canadiense parece una buena lección para la Unión Europea, no lo es menos su forma de negociar el Bill C-5 en el Parlamento para los políticos españoles: al presentarlo, al principio de junio, todos los partidos se opusieron, lo que ponía en riesgo su aprobación, a pesar de que el Partido Liberal está cerca de la mayoría absoluta (169 de un total de 343 diputados). Para lograrla, le bastaba convencer a un solo partido, pues con cualquiera de ellos rebasaría los 172 escaños: el conservador (CPC, 144), el soberanista quebequés (BQ, 32) y el socialista (NDP, 7).

           

            ¿Con quién pactar? Mark Carney lo tuvo claro desde el principio: con el que más puntos ideológicos comparte, que no es otro que el conservador. Dicho y hecho. Pero, a pesar de tener votos más que suficientes, no se construyó ningún muro para dividir al país. Al contrario, se escuchó a los partidos minoritarios, tanto que no solo se le aceptaron varias enmiendas, sino que se dividió la ley en dos grandes secciones, Normas de Libre Comercio y Normas de Infraestructuras de Canadá, de tal manera que el BQ y el NDP, en lugar de verse forzados a votar a favor o en contra, pudieron matizar sus opiniones: votaron a favor de la primera parte y en contra, de la segunda.


            De esa forma, los parlamentarios canadienses dieron un gran ejemplo de lo que implica una democracia parlamentaria, donde se busca el máximo consenso posible, aceptando las diferencias irreconciliables, lejos de la lógica de “todo o nada”, “conmigo o contra mí” y “ya tengo la mayoría, para qué seguir negociando”.

 

Sin necesidad de desear que algún día Canadá se incorpore a la Unión Europea, como ya pretenden algunos eurodiputados, sí que se puede repetir aquí con fervor la cita del Evangelio de San Mateo: “Quien tenga oídos para oír, que oiga”.

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