Artículo publicado el 25 de marzo de 2020 en EL ESPAÑOL
El autor cuestiona el sobrentendido de que ahora no hay que criticar al presidente del Gobierno por las razones de alarma nacional, y alerta contra el abuso del decreto-ley como ardid para sortear el control del Legislativo.
La
idea de que no se debe disparar al capitán en una situación de crisis tan
delicada como la actual pandemia del COVID-19 parece tan de sentido común que
la vengo oyendo tanto de reputados comentaristas nacionales como de queridos
amigos en las redes sociales. La
metáfora del Presidente del Gobierno concentrado en dirigir la nave del Estado
para escapar del coronavirus es tan fuerte como para que se sienta una natural
antipatía ante aquellos que, a modo de incómodos tábanos, lo entretienen con
pequeñas críticas, ajenos al interés común de salir cuanto antes de la crisis.
Si hay que criticarlo, hagámoslo cuando el temporal amaine y se levante el
estado de alarma.
Sin
embargo, ¿de verdad que hay que callar ahora ante cualquier desvarío de
nuestros gobernantes? Veamos algunos ejemplos concretos: ¿cuándo se debería de
comparar la prudente suspensión del Mobile World Congress el 12 de febrero por
sus organizadores privados con la irresponsable actitud del Gobierno, primero
criticando esa misma cancelación y luego alentando las manifestaciones del 8-M,
a pesar de la opinión contraria del Centro Europeo para el Control y Prevención
de Enfermedades? ¿Hay que silenciar el mal ejemplo que supone que el
Vicepresidente Segundo se haya saltado dos veces su cuarentena? Por fortuna, la
prensa libre española está realizando -y desvelando- muchas preguntas similares
porque no en balde la Constitución señala expresamente que la declaración de
cualquier estado de crisis no modificará “el principio de responsabilidad del
Gobierno y de sus agentes”. Por cierto, que el Gobierno, entendiendo de forma
un tanto original las ideas de la transparencia y el derecho de información, no
se lo pone fácil al no permitir en sus ruedas de prensa las preguntas directas,
sino que previamente las selecciona el Secretario de Estado de Comunicación.
Karl
Loewenstein, uno de los mejores constitucionalistas del siglo XX, decía que las
situaciones de crisis colocan al Estado democrático constitucional “frente al
más difícil de los problemas” porque, al darle un poder extraordinario a los
gobernantes para defender la sociedad democrática, estos “pueden pervertirlo
para sus fines”. Por fortuna, no estamos en la delicada situación política de
la posguerra en la que Loewenstein escribía, con las dictaduras comunistas
amenazando a las democracias europeas, pero no por eso debemos de dejar de
controlar el Gobierno, que -lo ostente quien lo ostente- parece siempre
predispuesto a saltarse sus límites constitucionales, como podemos ver hoy
mismo, 25 de marzo, en las iniciativas que le hace al Pleno de Congreso de los
Diputados, la convalidación de cinco decretos-leyes y la autorización para
prorrogar el estado de alarma.
Los
dos primeros decretos leyes, previos al estado de alarma, tratan respectivamente
del despido objetivo por faltas de asistencia al trabajo y de la caída de
precios agrarios, este último justificado en su extraordinaria y urgente
necesidad por la conveniencia de responder rápidamente a las movilizaciones
agrarias de febrero. Por eso, no se le puede objetar nada desde el punto de
vista constitucional, con independencia de que las modificaciones de las leyes
que realiza puedan ser más o menos útiles para resolver el problema. Otra
opinión me merece el Real Decreto-ley 4/2020, de 18 de febrero, por el que se
deroga el despido objetivo por faltas de asistencia al trabajo establecido en
el artículo 52.d) del texto refundido de la Ley del Estatuto de los
Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015. A mi juicio, no
se aprecian las razones de extraordinaria y urgente necesidad que exige la
Constitución para saltarse la división de poderes y permitir que el Gobierno
legisle. Éste usa siete páginas del BOE
para explicarse y lo único que me queda claro de su explicación es que
distorsiona la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 18 de
enero de 2018 en la que dice basarse (según él, declara que la regulación de
ese despido es incompatible con el Derecho de la Unión; según yo, remite al
juez español para que compruebe si lo es o no) y silencia que el PSOE jamás recurrió
ante el Constitucional este despido que hoy le parece tan inaceptable. En
cualquier caso, este decreto-ley establece un récord de verborrea normativa
difícil de batir: su exposición de motivos es casi catorce veces más larga que
su parte normativa (apenas medio folio).
Los
otros tres decretos-leyes que se presentan a convalidación del Congreso están
originados por la epidemia del coronavirus, de tal manera que en principio
cumplirían con el presupuesto constitucional de la extraordinaria y urgente
necesidad. Ahora bien, cuando bajamos al detalle de su articulado esa urgencia
es discutible en alguno que otro, en el que el Gobierno parece haber sucumbido
a la tentación de Loewenstein de
pervertir el derecho de crisis para sus propios fines, muy especialmente en la
modificación de la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de
Inteligencia para permitir la incorporación de Pablo Iglesias a su órgano
rector. Para mí que con solo leer la
logomaquia que usa el Gobierno para justificarla se aprecia que no hay urgencia
y sí voluntad de poder: “Las modificaciones de la Ley reguladora del CNI y de
la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación no pueden ser aprobadas
mediante el procedimiento ordinario de tramitación parlamentaria, pues ello
implicaría que, hasta la aprobación de tales reformas legislativas, la
estructura de órganos colegiados del Gobierno no estaría en condiciones de
desarrollar sus funciones con arreglo a las necesidades organizativas
apreciadas en el momento actual por la Presidencia del Gobierno, motivo que
justifica la extraordinaria y urgente necesidad de la situación y la conexión
con ella de las medidas adoptadas”. He
aquí una nueva doctrina constitucional: cada vez que una ley no se adecue a lo
que quiera el presidente, el Gobierno la cambiará por decreto-ley. No es el
principio absolutista rex facit legem,
pero no le queda muy lejos.
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