Artículo publicado en El País el sábado 14 de marzo de 2020
Según
avanza la epidemia por coronavirus, con su aséptico acróstico COVID-19, más
problemas jurídicos se presentan, paralelos a los grandes problemas sanitarios,
sociales y económicos que supone, hasta el punto de que la OMS ha declarado que
se trata de una pandemia. En el ámbito del Derecho público español el primer
problema es determinar las bases legales de las medidas que se están tomando o
que se pueden tomar, muy especialmente si afectan a los derechos fundamentales.
En principio, esta base la proporciona la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril,
de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, que permite a las
autoridades adoptar -entre otras- las medidas oportunas para el control de los
enfermos y de las personas que hayan estado en contacto con ellos, es decir el
internamiento en un centro sanitario o el confinamiento en cualquier edificio,
como hizo la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias en el hotel de
Adeje donde se había confirmado la presencia de un afectado por
coronavirus.
Como
la Ley Orgánica guardaba silencio sobre el control judicial de esa medida
administrativa, algo incompatible con el Estado de Derecho, la Ley de la
Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1998 suplió el olvido de 1986 de una
manera muy española (por usar la famosa frase de Antonio Manchado en Don Guido): yéndose al extremo contrario
de exigir "la autorización o ratificación judicial de las medidas que las
autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e
impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho
fundamental" (art. 8.6). Por eso, vimos cómo el Consejero de Sanidad tuvo
que dirigirse a los juzgados para que ratificaran su medida, que el destino
quiso que fuera en un día festivo, por lo que quien la avaló fue el Juzgado de
Instrucción número 1 de Arona (Santa Cruz de Tenerife), de guardia el Día de la
Candelaria.
Pero
si se hiciera necesario decretar aislamientos a lo largo de todo el país parece
fuera de lugar que los consejeros de Sanidad vayan de juzgado en juzgado
solicitando su ratificación individualizada. Y no digamos si, como ha ocurrido
en Italia, hubiera que prohibir viajar por el país y ordenar el cierre de
negocios de propiedad particular, permitiendo solo la apertura de farmacias,
parafarmacias y tiendas de alimentación. O establecer una cooperación
obligatoria de los hospitales privados en la lucha contra el coronavirus. A mi
juicio, no tiene sentido seguir apelando a una ley orgánica pensada para
situaciones concretas y muy localizadas y habría que usar una ley pensada para
situaciones de crisis, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de
alarma, excepción y sitio, que permite al Gobierno declarar el estado de alarma
cuando se den situaciones de “Crisis sanitarias, tales como epidemias y
situaciones de contaminación graves”. Tal y como avanza el coronavirus, no
parece lejano el momento en que el Gobierno tenga que animarse y decidirse a proclamarlo.
Sea
por la Ley Orgánica de 1986 o por la de 1981, lo cierto es que todas las
medidas que se están barajando para detener la epidemia tienen anclaje legal
suficiente, salvo la de suspender las elecciones vascas y gallegas. El
Lehendakari ha señalado que le correspondería a la Junta Electoral Central,
pero la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) no le otorga esa
competencia; es más, para nada prevé la suspensión de unas elecciones. Por esa
falta de habilitación legal, algunos juristas han señalado que o se modifica
rápidamente la LOREG o no habrá más remedio que celebrar las elecciones el 5 de
abril. Desde luego, coincido plenamente
con mis colegas en que sería muy conveniente que se modificara esta ley
electoral para regular cómo y cuándo se pueden suspender unas elecciones, pero
si (como parece evidente) no hubiera tiempo para su tramitación ¿no habría más
remedio que celebrar las elecciones aunque los especialistas en epidemias
aconsejaran la suspensión y todos los partidos estuvieran de acuerdo?
Podemos
llamar en nuestra ayuda a los romanos, a los que tanto les debe nuestra
cultura: "Hominum causa omne ius constitutum est", que John Locke tradujo como “Las leyes se hicieron para
los hombres y no los hombres para las leyes”.
Así que debemos de encontrar una solución para evitar el absurdo de
celebrar unas elecciones que nadie quiere. Mi propuesta echa mano, otra vez, de
un principio romano usado alguna vez por nuestro Tribunal Constitucional, el de
contrarius actus, por el cual sería
el Presidente de la Comunidad Autónoma el que podría suspender las elecciones
porque fue él quien las convocó. Esta solución habría que completarla con la
división de poderes de Locke, pues no en balde nuestro sistema político se
define como parlamentario: para suspender las elecciones el Presidente necesitaría
la previa autorización del Parlamento autonómico, lo que evitaría la
arbitrariedad y confirmaría que es una decisión tomada por los representantes
del pueblo para cumplir con otro adagio romano: “Salus populi suprema lex est”.
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