Hoy publico un artículo en EL MUNDO junto a los profesores Manuel Aragón y Enrique Gimbernat, donde expresamos nuestra opinión sobre la ponencia del Tribunal Constitucional. Aunque la amnistía suele causarme, en general, preocupación y tristeza, en esta ocasión me ha brindado la satisfacción de colaborar con dos gigantes del Derecho público español.
*Al contrario de lo que defiende la ponencia del TC, toda ley de amnistía es inconstitucional, y esta concreta es inválida por su arbitrariedad: sólo fue una compra de los votos que el presidente necesitaba para su investidura
*
Sin entrar en detalles de
imposible examen en un artículo de prensa, vamos a detenernos sólo en los dos
principales argumentos que se utilizan en la ponencia para defender la
constitucionalidad de la Ley Orgánica de Amnistía: a) Que no está prohibida por
la Constitución, b) Que no incurre en arbitrariedad. Esas dos razones ya
fueron refutadas por una inmensa mayoría de juristas cuando la ley fue dictada.
Nosotros tres coordinamos un libro acerca de ello, aparte de que otros libros y
estudios académicos se pronunciaron sobre la cuestión, defendiendo ya la
inconstitucionalidad de cualquier ley de amnistía, porque nuestra Constitución
no la permite, ya la inconstitucionalidad de esta concreta Ley de Amnistía por
incurrir en arbitrariedad.
La notoria mayoría que en el
mundo del Derecho español ha alcanzado esta tesis, siendo un indicio a tener en
cuenta, no es, sin embargo, una prueba de su corrección. Una solución
jurídica no es correcta sólo por el número de sus seguidores, sino por el rigor
de las razones que la sostengan. A nuestro juicio, las razones que avalan
la inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Amnistía son más rigurosas que
las que sostienen, como hace la ponencia filtrada, su constitucionalidad.
La idea de que el legislador
puede hacerlo todo menos lo prohibido por la Constitución hay que tratarla con
seriedad y no con frivolidad. Por ello es necesario tener en cuenta, en primer
lugar, que esa idea está al servicio del pluralismo político, pero sin
olvidar que el pluralismo no avala la producción de leyes contrarias a las
previsiones constitucionales, como es obvio. De manera que, si se quisiera
actuar de manera distinta a como la Constitución prevé, el único modo lícito de
conseguirlo sería el de reformar previamente la Constitución. En segundo lugar,
que las prohibiciones constitucionales no sólo pueden ser expresas (por
ejemplo, la prohibición de discriminación, art. 14 CE, o de tortura y tratos
inhumanos o degradantes, art. 15 CE), sino también implícitas, pues del
reconocimiento y garantía por la Constitución de determinadas reglas y
principios deriva, obviamente, la prohibición de vulnerarlos (lo que sucede con
la mayor parte de los preceptos constitucionales, que son normas imperativas,
frente a una minoría de éstos que son normas potestativas). Por ello, la propia
ponencia reconoce (¡menos mal! página 72) que «el legislador puede hacer todo
lo que la Constitución no prohíba explícita o implícitamente».
Hechas esas dos advertencias, es
claro que la atribución en exclusiva al Poder Judicial de la función
jurisdiccional (lo que comprende, en el ámbito penal, la constatación de la
producción de delitos previstos en el Código Penal y la atribución de las penas
correspondientes) implica la prohibición de que esa función material pueda ser
desempeñada por el legislador. El legislador puede derogar delitos. Pero,
mientras subsistan en el Código Penal, sólo el Poder Judicial puede juzgarlos.
Como muy bien dice el art. 117.3 CE, «el ejercicio de la potestad
jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo
juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales». Hay aquí una
estricta reserva de jurisdicción, porque, en nuestra división de poderes, hay
una estricta separación material entre jurisdicción y legislación. O, más
propiamente, entre el Poder Judicial y los poderes legislativo y ejecutivo.
Es cierto que esa regla de
exclusividad puede tener excepciones, pero siempre que estén previstas
expresamente (toda excepción, en Derecho, ha de ser expresa) en la propia
Constitución. Por ello puede haber indultos (inmisión del poder ejecutivo
en la función jurisdiccional de establecer las penas y hacerlas cumplir),
precisamente, porque la propia Constitución (art. 62, i.) los ha permitido. Y
no pueden dictarse por el legislador amnistías (una inmisión en la función
jurisdiccional de mayor intensidad que los indultos, en cuanto que dejan sin
efecto la producción misma del delito), precisamente, porque la propia
Constitución no las autoriza.
Por cierto (dicho sea de paso,
pues bastaría con el argumento anterior), que contrariamente a lo que sostiene
la ponencia, aunque haya una diferencia de cualidad y no de grado entre indulto
y amnistía, no por ello lo segundo -la amnistía- deja de suponer una
intromisión en la reserva de jurisdicción aún de mayor intensidad que lo
primero -el indulto-, lo que significa que si la Constitución prohíbe que la
ley pueda autorizar indultos generales, con mayor motivo hay que entenderse que
la ley tiene prohibido dictar una amnistía.
La prohibición de que el
legislador pueda dictar una amnistía se deriva también del principio de
igualdad de todos los ciudadanos españoles que la ley no puede conculcar, salvo
que la propia Constitución lo prevea, como sucede con el indulto, excepción
que no está prevista para la amnistía. No hace falta mucho más para fundar
razonablemente esa tesis, aunque también puede aludirse a otro ejemplo: la
desigualdad entre el varón y la mujer en el acceso al trono está
constitucionalmente justificada porque la misma Constitución así lo ha previsto
en el art. 57.1.
En consecuencia, la pretendida
finalidad pacificadora que la exposición de motivos de la Ley de Amnistía le
atribuye, aunque fuera cierta, no validaría tampoco la constitucionalidad de la
amnistía, ya que el fin de una medida no justifica los medios utilizados
para conseguirla. En otras palabras, una finalidad lícita no puede obtenerse
por medios ilícitos.
Dicho ello, lo que sucede en este
caso es que la finalidad que invoca la Ley de Amnistía no se corresponde con la
realidad, como es público y notorio, puesto que la amnistía, lejos de servir a
los intereses generales, sólo fue un medio para obtener unos votos que el
candidato a presidente del Gobierno necesitaba para su investidura. Una
auténtica compra de votos, como lo prueba el hecho de que ese candidato (y su
Gobierno), que antes del 23 de julio de 2023 afirmaba rotundamente que la
Constitución no permite la amnistía, cambiase radical e inmediatamente de
criterio impelido por el interés particular, y no el interés general, de contar
con apoyos para la investidura. Y como también lo prueba el hecho de que los
beneficiarios de la amnistía no sólo fuesen los auténticos redactores de la
ley, sino también los que, con toda claridad, afirmaron y reiteraron,
públicamente, que «lo volverían a hacer», esto es, que no iban a contribuir a
la «pacificación», o a la «concordia», sino a mantenerse en la «rebeldía» y la
«discordia». En esas condiciones, bien notorias y bien conocidas por los impulsores
de la Ley Orgánica, se dictó esta concreta amnistía.
De manera que, aunque se
sostuviera, que no es nuestra opinión, que la Constitución no prohíbe la
amnistía, habría que tener a esta amnistía concreta como inválida por su
arbitrariedad. El Tribunal Constitucional, cuya doctrina sobre la
arbitrariedad de la ley es muy restrictiva, ha reconocido, no obstante, que la
arbitrariedad del legislador puede ser inconstitucional si esa arbitrariedad es
clara y notoria, lo que sucede en este caso, sin duda alguna. La proclama
retórica del legislador disfrazando la finalidad perseguida por la ley, esto
es, proclamando una finalidad que no se corresponde con la realidad de los
hechos, no puede servir de argumento al Tribunal Constitucional para validar la
ley, esto es, «para cerrar los ojos» ante una evidencia que no se puede eludir.
En fin, este es nuestro análisis
sumario y urgente acerca de la ponencia. Esperamos que, en el seno del
tribunal, se produzca una deliberación rigurosa, completa y detenida entre los
magistrados, que es lo que toda sentencia constitucional requiere, más aún en
casos tan importantes como este. Y que, como conclusión de esa deliberación, se
apruebe un texto de sentencia respetuoso con la Constitución, como es
preceptivo, que debiera conducir, a nuestro juicio, a la declaración de
inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Amnistía; pero si no fuera así, y se
estimara su constitucionalidad, que sea con argumentos más serios que los
contenidos en la ponencia, pues los que ella utiliza nos parecen
jurídicamente rechazables.
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho
Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Enrique
Gimbernat es catedrático emérito de Derecho Penal. Agustín Ruiz Robledo
es catedrático de Derecho Constitucional.
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