Tengo
a un buen número de amigos ajenos al mundo del Derecho indignados por los
variopintos juramentos de la Constitución que vieron el pasado martes en la
sesión constitutiva del Congreso. Me preguntan: ¿Pero tú crees que se puede
jurar diciendo "con lealtad al mandato democrático del 1 de octubre, por
imperativo legal"? ¿"Por imperativo legal hasta la creación de la
República Vasca"? Más tolerable les parece jurar “Por Cantabria y por
España, sí prometo" o “Por España” o "Por las trece rosas" o
"Para exigir el equilibrio territorial recogido en los artículos 138 y 139
y evitar que tengamos una España vaciada y una desarrollada", aunque
consideran que son fórmulas inapropiadas, incluso faltas de respeto en un acto
solemne. Después de quejarse, varios de
estos amigos, me han lanzado un reto: ¿qué crees que se podría hacer para
acabar con este circo?
Empecemos
por el principio: el juramento de acatamiento de la Constitución mantiene una
tradición milenaria de aceptación del poder legalmente constituido que se viene
practicando en España, sin solución de continuidad, al menos desde la Edad
Media (el juramento de Santa Gadea de Burgos es el más famoso). Sin embargo, en
la actualidad ya no crea una obligación jurídica para el que jura porque el
deber de respetar la Constitución surge de su valor normativo, que ella misma
establece en su artículo 9: “Los ciudadanos y los poderes públicos están
sujetos a la Constitución”. El juramento
como requisito para alcanzar la condición plena de parlamentario no es
una exigencia de la Constitución sino que existe porque lo ordena la Ley
Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) y los reglamentos
parlamentarios; pero, como tiene dicho
el Tribunal Constitucional, podría no existir ya que no crea una obligación
nueva, sino que añade un “vínculo
suplementario de índole religiosa o moral, pero esta vinculación más fuerte en
el fuero interno no tiene, como tal, trascendencia jurídica” (STC 119/1990, de
21 de junio).
También
tiene establecido el Tribunal Constitucional que en el caso de los cargos
públicos (no en el de los funcionarios) exigir la estricta fórmula “Sí, juro” o
“Sí, prometo”, y denegar por ello la condición plena de diputado a quien ha
prometido por “imperativo legal”, es un rigorismo excesivo que ataca el derecho
de participación en los asuntos públicos, que también ostentan los electos (y
sus votantes) que defiendan ideales y objetivos políticos distintos a los
proclamados en la Constitución. Por eso, debe admitirse ese añadido que
realmente no cambia el sentido del acatamiento. Sí que deben rechazarse
aquellas fórmulas que "vacíen, limiten o condicionen su sentido propio,
sea cual fuese la justificación invocada para ello” o “supongan un fraude a la
Ley o priven de sentido al propio acatamiento" (STC 74/1991, de 8 de
abril).
Ahora
bien, esta doctrina del Tribunal Constitucional implica un grado de
indeterminación que origina diversas opiniones a la hora de considerar hasta
dónde un añadido vacía o no el juramento: para unos, prometer “por la libertad
de los presos políticos” y “la república catalana” desvirtúa el acatamiento
(Vox, Cs); para otros no (PSOE, Podemos) y para otros, unas veces sí y otras no
(Ana Pastor y el PP lo admitieron en junio de 2018 y ahora lo rechazan). No se
pudo evitar la trifulca política en la constitución de la XIV Legislatura de
las Cortes y el enfrentamiento continuará en sede jurisdiccional. Por lo que
han anunciado los partidos contrarios a la decisión de la Presidenta, las
acciones judiciales podrían ir por dos vías: por la del recurso de amparo y por
la de querellarse contra la Presidenta por prevaricación. Esta última vía
quizás ni se materialice porque, primero sería necesario un suplicatorio, que
evidentemente el Pleno del Congreso no concedería y segundo Meritxell Batet
tiene a su favor que ha seguido los precedentes tanto de Ana Pastor como de la
Junta Electoral Central (que en su Acuerdo 527/2019 admitió juramentos
parecidos de los europarlamentarios). Tampoco creo que un recurso de amparo
tenga mucho recorrido porque no parece que los derechos de Casado y los suyos
se puedan considerar vulnerados por el juramentos de otros diputados.
Así
las cosas, creo que lo más razonable para evitar el espectáculo del inicio de
cada legislatura es suprimir el acto del acatamiento de la Constitución; en
aplicación de la famosa frase que dijo el Papa Clemente XIII sobre la
prohibición de los jesuitas: “Sint ut sunt aut non sint” (sean como son, o no
sean); si no podemos mantener los juramentos en su forma tradicional y no
añaden nada al ordenamiento jurídico, mejor prohibirlos y evitamos esa
sensación de bochorno que ha invadido a muchos españoles al ver la creatividad
e imaginación de algunas señorías.
¿Demasiado
radical? ¿Triunfo, al fin y al cabo, de los que no quieren jurar la
Constitución y castigo a los que sienten el deseo de establecer ese “vínculo
moral” al que se refiere el Tribunal Constitucional? Entonces merece la pena
pensar un par de cambios en la regulación actual: Lo primero sería mejorar la
redacción del artículo 108 de la LOREG para que ordenara expresamente que no se
entenderán válidas las fórmulas que limiten el sentido del acatamiento y fijara
criterios para determinarlo con más precisión que la simple subjetividad del
oyente; salvando las distancias, sería una regulación análoga a la detallada
enumeración de las conductas que hizo la Ley de Partidos de 2002 para
establecer cuándo un partido vulneraba los principios democráticos.
En
segundo lugar, habría que sacar el acto de acatamiento de los plenos
parlamentarios y llevarlo a la sede de la Junta Electoral Central, tal y como
ya sucede con los diputados electos al Parlamento Europeo. De esa forma, no
solo se evita el incentivo de la publicidad que supone jurar en la sesión
constitutiva ante las cámaras de televisión, sino que se acaba con la ilógica
secuencia de votar primero a los miembros de la Mesa y luego jurar para
adquirir la condición plena de diputado. Pero lo más importante es que traslada
la responsabilidad de decidir si una fórmula de juramento es válida o no de un
órgano eminentemente político (la Presidencia de la Cámara) a uno
independiente, casi judicial (la JEC se compone de ocho magistrados del Supremo
y siete expertos). No se me ocurre nada mejor.
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