Artículo publicado en EL ESPAÑOL el 22 de diciembre de 2022
Lo
mismo se puede decir de la Constitución española y de las sensibilidades conservadora
y progresista: es fácil entender que los juristas tengamos lecturas diferentes según nuestras opiniones políticas. Esta
división se aprecia con claridad echando un vistazo a las distintas leyes
educativas que se han ido aprobando en las Cortes Generales, que todas han
acabado en el Tribunal Constitucional, desde la ucedista Ley Orgánica 5/1980, por la que se regula el Estatuto de
Centros Escolares hasta la socialista
Ley Orgánica 3/2020, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de
Educación. Al comparar estas Leyes con la Constitución es inevitable que la
forma de interpretar el largo y enrevesado artículo 27 de la Ley Fundamental se
vea afectada por las preferencias ideológicas de los intérpretes. Así, se
aprecian esas visiones distintas en la Sentencia 5/1981, de 13 de febrero -con
sus votos particulares- que anuló parcialmente el Estatuto de Centros. O en
otras sentencias posteriores, entre la que seguramente se recuerde la relativa
a si la Constitución prohíbe o no la educación segregada de la Ley Wert (STC 31/2018 de 10 de abril).
Igualmente
no causa estupor que la redacción del artículo 32 (“el hombre y la mujer tienen
derecho a contraer matrimonio”) separara a los juristas conservadores
(partidarios de entender que la Constitución solo garantiza el matrimonio entre
el hombre y la mujer) de los progresistas, para los cuáles era posible defender
que, cuando en 1978 se redactó ese artículo, esa era la interpretación
correcta, pero que una interpretación evolutiva permitía considerar que la Ley
13/2005 del matrimonio homosexual desarrollaba el derecho al matrimonio
igualitario (STC 198/2012, de 6 de noviembre).
Otros
muchos artículos constitucionales (derecho a la vida, propiedad privada,
libertad de empresa, etc.) pueden dar lugar a esta comprensible división entre
progresistas y conservadores. Sin embargo, no alcanzo a comprender cómo puede
darse esa división ideológica a la hora de afrontar un tema tan técnico como es
decidir si el recurso de amparo presentado por el PP contra la decisión de la
Mesa de la Comisión de Justicia del Congreso admitiendo las enmiendas 61 y 62 a
la Proposición de Ley Orgánica “de transposición de directivas europeas y otras
disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la
Unión Europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral” debe ser
resuelta por la Sala Segunda del Constitucional o por el Pleno. Igual de
incomprensible me resulta ver que los magistrados se dividen ideológicamente
decidiendo si los grupos socialista y de Unidas Podemos tienen legitimidad o no
para pedir la recusación de dos magistrados en este momento procesal. Y no
digamos sobre si se debería o no admitir el recurso de amparo.
Claro
que algo puede entenderse si recordamos que ha trascendido que los magistrados
conservadores y progresistas se reunieron por separado antes del Pleno del
Tribunal Constitucional del pasado viernes, llegando al extremo de retrasarse
el inicio de ese pleno porque los magistrados conservadores no habían terminado
su cónclave. ¿Pero qué artículo de su Ley o de su Reglamento permite esas
reuniones, más propias de los grupos parlamentarios que de los judiciales? La
apariencia de todo eso es que sus señorías han votado de forma correlativa a
los intereses de los conservadores y los progresistas de las Cortes Generales.
Ayer
escribí en este periódico que el recurso de amparo obligaba al Constitucional a
adoptar una muy difícil decisión, como la de Ulises para pasar entre Escila y
Caribdis. Hoy, después de un día triste para el Derecho Constitucional, tengo
que añadir que el barco del Tribunal ha pasado entre los dos monstruos, pero
con daños tan graves en su prestigio que será difícil repararlo. Desde luego,
para nada contribuyen a ello las lamentables “declaraciones institucionales” de
la Presidenta del Congreso y del Presidente del Senado. De la intempestiva
declaración del Ministro de Presencia opinando sobre un asunto que formalmente
no afecta al Gobierno (se trata de la paralización de una iniciativa
legislativa que no es suya) nada diré. Se descalifica sola.
Pero sí que
me atrevo a pedir, casi rogar, a los
magistrados del Constitucional que abandonen las banderías y se aten a los
criterios técnicos, como Ulises se ató al mástil para resistir los cantos de
sirena. Un atisbo de esperanza vimos el lunes cuando el progresista
vicepresidente votó (en contra de los intereses del PSOE) por la avocación del
recurso al Pleno. Esperemos que en las próximas actuaciones del Tribunal cunda
el ejemplo (en las dos direcciones, que para nada pretendo que sea en una)
hasta que se diluya esa diferencia ideológica cuya razón no se entiende en las
decisiones técnicas. Entonces podremos decir que se ha reparado el barco del
máximo intérprete de la Constitución y que sus miembros bogan juntos para
alcanzar la Ítaca feliz de un Tribunal Constitucional con auctoritas, al que ninguna otra institución se atreva a replicar
porque sabe que lo haría en su propio perjuicio, como la que una vez tuvo con el
Presidente García Pelayo y sus magníficos compañeros de la primera singladura.
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