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EL PRESIDENTE SÁNCHEZ SE INVENTA UNA CONSTITUCIÓN A MEDIDA

 Artículo publicado en EL ESPAÑOL el 21 de septiembre de 2023.          



Hubo una vez una teoría constitucional que defendía que los parlamentarios representaban al conjunto de la nación, no a la circunscripción por la que habían sido elegidos. Como dijo de forma rotunda la Constitución de Cádiz de 1812: “Las Cortes son la reunión de todos los diputados que representan a la Nación, nombrados por los ciudadanos”. Tras esta primera Constitución española, todas las demás han hecho una afirmación similar, incluida la republicana de 1931 y la monárquica de 1978. De estas afirmaciones, nunca llevadas al extremo al que llegó la Revolución francesa de "una nación, una ley y una lengua", se han extraído conclusiones indiscutibles durante mucho tiempo; por ejemplo, que no hacía falta estar inscrito en una circunscripción para poder ser candidato en ella (de ahí los denostados cuneros) o que, dado que  la lengua  española oficial del Estado es el “castellano”, ésta debe ser la única  que se use en las Cortes, mientras que las demás lenguas españolas  serán oficiales en sus respectivas Comunidades (art. 3). Situación similar a la que tienen reconocidos otros estados europeos con lenguas oficiales de sus entes autónomos, con Alemania, Reino Unido e Italia a la cabeza: en los Parlamentos estatales de todos ellos solo se usa el idioma oficial común.


            Esa teoría se ha mantenido inalterada  durante las catorce legislaturas de nuestras Cortes democráticas, si bien en 1994 se consideró que en el Senado -definido en la Constitución como la cámara de representación territorial- podrían usarse todos los idiomas oficiales, decisión que se amplió en 2005 y en 2010. Pero no en el Congreso, que no tiene ese componente territorial. Por eso, cada vez que en esa Cámara se ha intentado introducir otros idiomas, las iniciativas han sido rechazadas; así, por señalar una reciente, la presentada por los Grupos Parlamentarios Republicano, Plural y Vasco (EAJ-PNV) en mayo de 2022 fue rechazada por 268 votos en contra, de ellos 120 votos socialistas, incluido el del presidente Sánchez. El portavoz de los socialistas, el diputado Guillermo Meijón dijo cosas tan interesantes como esta: “El Grupo Parlamentario Socialista no entiende este tema como lingüístico, sino como un asunto clave en la concepción y construcción de España. Por lo tanto, entendemos que existe un equilibrio razonable en el uso de las lenguas propias en las Cortes Generales”.


            Sin embargo, este verano el PSOE ha cambiado de opinión hasta el punto de presentar una propuesta de reforma del Reglamento del Congreso para introducir todos los idiomas autonómicos en la actividad de sus señorías. Si alguien intentara averiguar en los documentos oficiales del PSOE, empezando por su programa electoral del 23J, a qué se debe ese cambio en “un asunto clave”, no encontrará ninguna información. Los periódicos dicen que la explicación no está en los principios, sino en los intereses: el PSOE avala ahora el uso de las lenguas autonómicas a cambio del voto favorable a su candidata a la presidencia del Congreso, Francina Armengol; pero parece tan desproporcionado cambiar un puesto individual por un principio general que se  hace difícil de creer.

 

A lo mejor se debe más bien a una nueva teoría sobre la Constitución española, algo novedoso que no dio tiempo a incluir en el programa electoral, pero que con el calor extremo de este verano ya se ha madurado. Seguro que el portavoz socialista que defienda la propuesta nos lo aclarará. Aquí va una hipótesis justificativa: ya llevamos demasiados años haciendo lo mismo que hacen los Parlamentos de otros Estados y es hora de que en el Congreso se hablen todas las lenguas oficiales, tengan la difusión que tengan, lo mismo que en el Parlamento Europeo se hablan todas las lenguas oficiales de los Estados miembros de la Unión. Si diera un paso más, el audaz portavoz podría añadir: al fin y al cabo, si aceptamos con naturalidad que Europa es una comunidad política que se compone de naciones soberanas ¿por qué no admitir que  España es una nación de naciones? No lo decía la Constitución en 1978, pero con un poquito de buena voluntad e imaginación interpretativa, lo acabaremos “leyendo” en el siglo XXI. De hecho, el lehendakari Urkullu ya avanzó esa tesis hace unos días.

 

            En fin, sea por ese razonamiento o sea por cualquier otro, lo cierto es que las cosas están cambiando en el Derecho Constitucional en general, y en el Parlamentario en particular. Seguro que muy poco académicos, por no decir ninguno, de la vieja escuela habrían acertado que la primera proposición de reforma del Reglamento del Congreso sería la inclusión de las lenguas autonómicas. Más bien habrían apostado por otros temas, digamos uno más clásico como mejorar el control parlamentario sobre el Gobierno: reformulación de sus vetos a iniciativas parlamentarias alegando motivos presupuestarios (de los que tanto se ha abusado en la legislatura anterior); límites a las prórrogas del plazo de presentación de enmiendas (idem); control del cumplimiento de los acuerdos parlamentarios sin fuerza de ley (muchos ignorados por el Gobierno, como el acuerdo de abril de 2022 sobre el mantenimiento de la política hacia el Sahara), etc. Incluso algún constitucionalista habría apostado por una modificación de las obligaciones de sus señorías, con el fin de establecer multas coercitivas por los retrasos en la designación de órganos constitucionales, una fórmula sencilla para acabar con el boicot del PP a la renovación del Consejo General del Poder Judicial.

 

            Sin embargo, esa vieja lógica constitucional ya no sirve. Por eso, algunos juristas andamos como alma en pena intentando descifrar los nuevos principios constitucionales, que cada vez se proyectan en más campos. Así, si miramos al procedimiento legislativo, encontramos que a pesar de que la Constitución declara que los decretos-leyes serán excepcionales, descubrimos que en la legislatura anterior el Gobierno dictó más decretos-leyes que leyes aprobaron las Cortes (a veces con el tautológico argumento de que la urgencia estaba justificada por “las necesidades organizativas apreciadas por la Presidencia del Gobierno”). Si miramos al Gobierno en funciones, interpretábamos piamente que la Constitución establecía la clásica regla sede vacante nihil innovetur, muy bien recogida en las prohibiciones que establece la Ley 50/1997; pero a pesar de ello, una mañana nos despertamos con una carta del ministro de Asuntos Exteriores pidiendo a la Unión Europea el inicio de un procedimiento legislativo para oficializar el uso de tres lenguas autonómicas en la Unión; otra, con las declaraciones de la ministra de Asuntos Económicos anunciando que el Gobierno desarrollará un plan de ayudas a los medios de prensa; la siguiente, con conversaciones entre el Gobierno y el Consejo de la Abogacía para solucionar las pensiones de los abogados, etc. No digamos nada de la original forma de computar los votos de los partidos para que Junts y ERC consigan (sumando votos de partidos estatales; es decir, peras con manzanas) superar el porcentaje autonómico del 15% y así lograr grupo parlamentario propio en el Congreso; de la admisión de todos los excéntricos juramentos de acatamiento de la Constitución, etc. Igualmente, no hablemos de los múltiples nobles motivos que se han encontrado en agosto tanto para defender la conveniencia de una ley de amnistía, como su constitucionalidad, cuando ni el PSOE ni Sumar la llevaban en su programa electoral.

 

            Mientras descubro, o espero que alguien con más preparación lo haga, los nuevos principios constitucionales que mueven al presidente del Gobierno y al grupo que lo sustenta, me voy a repasar “Constitucionalismo antiguo y moderno” en el que el historiador americano Charles  McIlwain explicó, a mitad del siglo XX, las diferencias entre las democracias clásicas y las modernas. Leyéndolo, se me ocurre que son tantas las originalidades que los dirigentes socialistas están introduciendo en nuestro Derecho Constitucional que posiblemente a esos dos constitucionalismos deberíamos de añadir ahora un tercer tipo, el constitucionalismo sanchista (dicho esto con el máximo respeto y sin ningún ánimo peyorativo), cuyo eje vertebrador se podría expresar con una famosa frase atribuida a otro gran innovador, Groucho Marx: estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros.




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