Artículo publicado en El Diario de Cádiz y los otros periódicos del Grupo Joly el 28 de febrero de 2006.
¿Qué es el 28 de febrero, Día de Andalucía, para los andaluces? Remedando la conocida respuesta de Winston Churchill sobre los franceses, podríamos contestar que ninguna persona lo sabe con certeza, pues nadie conoce personalmente a los siete millones largos de andaluces. A pesar de esta limitación y olvidándome de las encuestas que siempre se publican en estas fechas, creo que el 28-F es para la mayoría de nosotros, en primer lugar, un día de fiesta laboral, que a poco que caiga cerca de un domingo -como este año- origina un muy apetecible puente. La élite política de la Comunidad celebra solemnemente el día del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica, primero en la sede del Parlamento, después en acto organizado por el Presidente de la Junta, y siempre ante los medios de comunicación. Sin embargo, me parece que el carácter político del Día de Andalucía apenas traspasa esos actos, inevitablemente más protocolarios que propiamente políticos, sobre todo con la entrega de medallas y distinciones a los mejores andaluces. Las conmemoraciones de los ciudadanos brillan por su ausencia, no hay nada parecido a la Diada catalana o al Aberri Eguna vasco. En Andalucía raramente los partidos se animan a convocar actos de masas a cuenta del 28-F, si acaso -como este año- organizan algunos mítines en los días previos, en los que la asistencia está lejos de ser masiva. Incluso una iniciativa reivindicativa tan original como la Carrera "Un esfuerzo por Andalucía", que organizaba desde 1994 la Asamblea Civil, ha terminado por extinguirse -como la Asamblea misma- ante la indiferencia general.
No soy capaz de sacar ninguna conclusión de esta falta de contenido político sustantivo del Día de Andalucía. Mucho menos, decir si eso es bueno, malo o regular. Me parece que refleja una situación social de aceptación de la Comunidad Autónoma en particular y de todo el Estado Autonómico, en general, tal y como se ha venido desarrollando en estos veinticinco años. Entre los asuntos políticos que ocupan y preocupan a los andaluces no está el deseo de un mayor autogobierno, ni el ánimo de diferenciarse institucionalmente del resto de España. Los políticos lo saben muy bien, por eso centran siempre el debate sobre la Comunidad Autónoma en su utilidad como herramienta de desarrollo social y económico de Andalucía. En estos mismos días hemos visto el balance más que optimista de secretario de organización del PSOE que atribuye el desarrollo andaluz de este cuarto de siglo, superior al del resto de España, a los buenos oficios de la Junta y la réplica posterior del PP, que lógicamente ve la gestión de la Junta como una rémora y pone el acento en los ocho años triunfales de Aznar.
Si nos atenemos a los resultados electorales -a fin de cuentas la mejor encuesta política posible- es evidente que la mayoría de los ciudadanos refrendan al PSOE de Andalucía, pero no estoy muy seguro de que eso signifique, al mismo tiempo, que pensemos que la Comunidad Autónoma esté siendo la gran herramienta histórica que nos está sacando de nuestro secular atraso económico. No ya porque los grandes motores del desarrollo andaluz poco tienen que ver con el autogobierno y sí con el clima soleado y la integración europea (que estimulan el turismo y la construcción), sino porque los propios dirigentes autonómicos habían hecho planes tan espectaculares para el futuro de Andalucía, hablando de la “California de Europa” o de colocarnos en dos décadas entre las “veinte primeras regiones de Europa”, que es inevitable pensar que la Comunidad se ha quedado muy lejos de conseguir esos objetivos. Los resultados son tan modestos que ni siquiera después de la ampliación de la Unión Europea a 25 Estados hemos dejado de ser región objetivo 1. Para más desencanto, vemos que ese viaje meteórico del subdesarrollo a los primeros puestos lo han conseguido otros territorios que partían de un atraso similar al nuestro, muy especialmente Irlanda, que con un promedio de crecimiento anual del 6% en los últimos veinticinco años, ha logrado alcanzar el segundo PIB per cápita de la Unión.
Por eso, discutir si el desarrollo evidente de los últimos decenios se ha debido a la Junta (como defiende el PSOE) o a pesar de ella y gracias a los Gobiernos de Aznar (como argumenta el PP), no deja de ser una cuestión muy importante políticamente, pero un tanto secundaria desde el punto de vista de la percepción social de las instituciones andaluzas: el autogobierno no ha servido para dejar el furgón de cola de Europa. La gran diferencia entre las esperanzas y las realidades, entre lo que pensamos que se podía lograr con el autogobierno y lo que realmente se ha conseguido, ha originado que los andaluces defendamos y queramos la autonomía, pero sin vibrar de ilusión cada vez que se nos propone incrementarla con la adquisición de tal o cual nueva competencia. Me parece que eso explica la poquísima transcendencia social que está teniendo la elaboración de un nuevo Estatuto. Eso y la percepción de que se trata de un debate un tanto abstruso sobre la organización del poder. Algo que no deja de ser un asunto que afecta muy fundamentalmente a los propios políticos no en cuanto representantes de los ciudadanos, sino en cuanto seres de carne y hueso o, mejor, de empleo y sueldo: desde los miembros del Consejo de Canal Sur hasta los consejeros de la Cámara de Cuentas, todos los partidos vienen colonizando los cargos públicos por sus propios militantes, al margen de su preparación, de tal forma que cada vez más se perciben como una clase con sus propios intereses. Ratifica esta idea que la única manifestación que se ha celebrado en el último año por “Un Estatuto de primera” no reuniera más de 4.000 personas en Sevilla en un día tan emblemático como el 4 de diciembre.
Ahora bien, las colectividades -como las personas- no se mueven solo por el interés directo que tengan en un asunto, sino también según lo que hagan otros colectivos. Y en Andalucía tenemos una fijación especial con Cataluña, como demuestra el éxito de la manifestación que el pasado 19 organizó el PP en Málaga contra el proyecto de Estatuto catalán. Los políticos andaluces lo saben muy bien y todos defienden que el Estatuto andaluz no va a ser inferior al catalán, al mismo tiempo que se cruzan acusaciones sobre la falta de gallardía en la defensa de los intereses de Andalucía, cuando no se acusan pura y simplemente de traición. De esa forma, políticos y ciudadanos andaluces estamos mucho más atentos a lo que está sucediendo en la tramitación del Estatuto catalán que en el andaluz. Comprendo y comparto esa posición: si los recursos de papá Estado son limitados, es lógico que en Andalucía estemos vigilantes ante un proyecto que indirectamente puede perjudicarnos.
Pero dicho esto ¿no deberíamos de buscar también atraer de alguna forma la atención de los andaluces sobre el nuevo Estatuto andaluz? La mejor manera, lógicamente, es convencerles de que se trata de un texto útil, que les afecta a ellos. En esa línea, la defensa de los derechos sociales que está realizando IU me parece que puede ser eficaz. Menos confianza tengo en la idea del PSOE de que nuevas competencias, como aeropuertos y, sobre todo, la transferencia del Guadalquivir, supondrán nuevos instrumentos para el desarrollo andaluz. No hay pruebas de que ahora estén mal gestionados, con lo que es difícil imaginar que el destino de Andalucía vaya a cambiar radicalmente porque la Junta nombre a los responsables de esos servicios públicos. Quizás el Estatuto sería más útil si buscara fórmulas para mejorar la anquilosada y sobrecargada Administración andaluza. Si de mí dependiera, propondría dos (o mejor una con dos caras) que, al ser polémicas, con toda seguridad despertarían el interés ciudadano por el Estatuto. Por una parte, habría que suprimir las Diputaciones, viejas instituciones decimonónicas que no se justifican hoy. El envés de esa medida sería redactar de otra forma el artículo 4 del nuevo Estatuto: en lugar de confirmar a Sevilla como capital de Andalucía, habría que trasladarla a Antequera, en una operación, primero, de integración territorial -que permitiría acabar con el antisevillanismo- y segundo de desarrollo del interior andaluz, que tan necesitado está de medidas de apoyo.
¿Propuesta disparatada? Posiblemente lo sea y no merezca la pena que ESECA o cualquier otra institución con capacidad para ello pierda el tiempo haciendo un estudio económico de beneficios y costes de una mudanza burocrática de ese tamaño. Pero tengo para mí que si Estados tan diferentes como Brasil, Malasia, Alemania y Kazajistán han traslado su capital en los últimos 50 años y no se han arrepentido, a lo mejor es uno de esos disparates irrazonables que -como decía Bernard Shaw- si se piensan dos veces resultan que son de los que hacen progresar a la sociedad.
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