Artículo publicado en la Revista del Domingo del Grupo Joly, 1 de julio de 2007
Casi al mismo tiempo que se estaban constituyendo las nuevas Diputaciones andaluzas salidas de las recientes elecciones locales, el BOJA publicaba ocho resoluciones de la Dirección General de Carreteras por la que se da conocimiento de las actas de traspaso de carreteras entre la Comunidad Autónoma de Andalucía y cada una de las diputaciones provinciales. Sin duda, se trata de una loable iniciativa que puso en marcha la Ley de Carreteras de 2001 para poner un poco de racionalidad en el desbarajuste competencial sobre las carreteras que transcurren íntegramente por Andalucía. El paso de los años había dado lugar a que la Junta y las Diputaciones gestionaran sin mucho orden ni concierto este tipo de carreteras, tanto que en no pocas ocasiones se repartían por tramos la misma carretera. Por eso, la Junta ha traspasado una media de veinte carreteras (casi siempre tramos, para ser más exactos) en cada provincia a la diputación respectiva y otro tanto en sentido inverso, oscilando su kilometraje total entre los 107 km que la Diputación de Cádiz cede a la Junta y los 386 que cede la de Sevilla. En total, y sin ánimo de ser muy exacto en mis sumas, la Junta cede a las diputaciones 1.565 km y éstas a la Junta 1.711. En total, 3.276 km que suponen el 17% de los 19.109 km de carreteras intraautonómicas.
Supongo que una oposición como Dios y la teoría democrática mandan, en el debate del estado de la comunidad de esta semana le habría sacado algún provecho a estos datos, en lugar de limitarse a pedir por enésima vez elecciones separadas y repetir otras quejas gastadas. Como mínimo, que en 2007 haya que intercambiar más de doscientas carreteras demuestra que la política de infraestructuras que ha seguido la Junta en sus veinticinco años de existencia no ha sido, precisamente, un buen ejemplo de planificación y sí algo improvisado, cuando no carente de lógica, hasta que el buen hacer de la consejera Concepción Gutiérrez y su equipo ha logrado integrar una visión estratégica de la red de carreteras en su gestión cotidiana.
Pero, en mi opinión, este espectacular intercambio revela algo más que una gestión inadecuada de nuestras carreteras: pone de relieve lo disfuncional que resulta el mantenimiento de las diputaciones en el entramado institucional andaluz pues la Junta podría asumir sin especial esfuerzo esos 1.711 km que le ceden las diputaciones y todas las demás carreteras provinciales (unos 7.000 km más) para así gestionar ella directamente de manera conjunta e integrada toda la red intraautonómica, sin el burocratismo que supone que cada diputación realice su plan de obras y servicios y luego los coordine la Junta.
Durante casi doscientos años las diputaciones han cumplido de forma medianamente satisfactoria con sus dos funciones de ser órganos intermedios entre el Estado y los municipios y “promover la prosperidad de las provincias” que le encomendará la benemérita Constitución de 1812. Pero en el Estado autonómico ya no tienen fácil encaje y sus competencias no han hecho más que menguar desde que en 1979 se aprobaron los primeros Estatutos. En Andalucía han pasado en veinticinco años de ser unas poderosas administraciones a desempeñar un papel secundario, muchas veces redundante con el de la Junta y los municipios (pensemos en sus actividades culturales, infraestructuras, deportes, etc). Prácticamente solo le queda una función propia, la de asistencia a los pequeños municipios y eso, evidentemente, es demasiado poco para seguir manteniendolas pues generan mucho más gasto que el producto que realizan. Por decirlo con el tecnovocabulario del Estatuto de 2007, no cumplen con el principio de eficiencia. Si sobreviven, arropadas por una petrificada Constitución, se debe al poder de la inercia administrativa y al de los intereses creados: los partidos nunca encuentran el momento de suprimir cargos públicos, que complicaría el futuro político y personal de algunos de sus militantes.
Supongo que una oposición como Dios y la teoría democrática mandan, en el debate del estado de la comunidad de esta semana le habría sacado algún provecho a estos datos, en lugar de limitarse a pedir por enésima vez elecciones separadas y repetir otras quejas gastadas. Como mínimo, que en 2007 haya que intercambiar más de doscientas carreteras demuestra que la política de infraestructuras que ha seguido la Junta en sus veinticinco años de existencia no ha sido, precisamente, un buen ejemplo de planificación y sí algo improvisado, cuando no carente de lógica, hasta que el buen hacer de la consejera Concepción Gutiérrez y su equipo ha logrado integrar una visión estratégica de la red de carreteras en su gestión cotidiana.
Pero, en mi opinión, este espectacular intercambio revela algo más que una gestión inadecuada de nuestras carreteras: pone de relieve lo disfuncional que resulta el mantenimiento de las diputaciones en el entramado institucional andaluz pues la Junta podría asumir sin especial esfuerzo esos 1.711 km que le ceden las diputaciones y todas las demás carreteras provinciales (unos 7.000 km más) para así gestionar ella directamente de manera conjunta e integrada toda la red intraautonómica, sin el burocratismo que supone que cada diputación realice su plan de obras y servicios y luego los coordine la Junta.
Durante casi doscientos años las diputaciones han cumplido de forma medianamente satisfactoria con sus dos funciones de ser órganos intermedios entre el Estado y los municipios y “promover la prosperidad de las provincias” que le encomendará la benemérita Constitución de 1812. Pero en el Estado autonómico ya no tienen fácil encaje y sus competencias no han hecho más que menguar desde que en 1979 se aprobaron los primeros Estatutos. En Andalucía han pasado en veinticinco años de ser unas poderosas administraciones a desempeñar un papel secundario, muchas veces redundante con el de la Junta y los municipios (pensemos en sus actividades culturales, infraestructuras, deportes, etc). Prácticamente solo le queda una función propia, la de asistencia a los pequeños municipios y eso, evidentemente, es demasiado poco para seguir manteniendolas pues generan mucho más gasto que el producto que realizan. Por decirlo con el tecnovocabulario del Estatuto de 2007, no cumplen con el principio de eficiencia. Si sobreviven, arropadas por una petrificada Constitución, se debe al poder de la inercia administrativa y al de los intereses creados: los partidos nunca encuentran el momento de suprimir cargos públicos, que complicaría el futuro político y personal de algunos de sus militantes.
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