Artículo publicado en la Revista del Domingo del Grupo, 23 de septiembre de 2007
El Presidente del Consejo General del Poder Judicial ha inaugurado el año judicial pidiendo a los partidos que renueven este órgano de gobierno de los jueces, que está en funciones desde hace ocho meses porque el PP no quiere perder -en palabras de Mariano Rajoy- “la minoría de bloqueo”. La secretaria provincial de Málaga del PSOE, Marisa Bustinduy, ha pedido el cese del delegado de medio ambiente de la Junta en esa provincia por enfrentamientos internos en el partido socialista. El Alcalde popular de Granada, José Torres, ha cesado al Director-gerente de la Fundación Albaicín por ser un hombre de confianza del anterior concejal de Urbanismo, también militante del PP.
Mientras espero impacientemente a que me toque el turno en la librería de mi barrio para comprar por mi cuenta un par de libros de texto que quiero que mi hijo mayor pueda subrayar libremente, según aconsejaba la vieja pedagogía, mi memoria pasa de las noticias nacionales a las locales de este mes de septiembre sin mucho orden ni concierto. Todas éstas que he recordado y alguna más -como el cese del gerente de Visogsa, la muy bien gestionada promotora de la Diputación de Granada para poner a un ex-alcalde socialista- son las típicas noticias del mundo político que no llaman demasiado la atención. Sin embargo, movido por la nostalgia de cuando compraba para mí los libros de texto, recuerdo que hace veinticinco años las cosas no eran así. Antes al contrario: el PSOE y AP prometían que desde los Directores Generales hacia abajo se iba a profesionalizar toda la Administración Pública, muy pocos Presidentes de una Diputación se habrían atrevido a cesar a un reputado técnico para poner en su lugar a un correligionario y todos los partidos asumían como algo natural que los jueces y magistrados eligieran entre ellos a doce miembros del Consejo del Poder Judicial.
En 1986 el Tribunal Constitucional (cuando sus miembros todavía no se dividían inevitablemente entre las familias de los Conservadores y los Progresistas) admitía por unanimidad la constitucionalidad de la entonces reciente competencia de las Cortes para elegir a estos doce jueces del Consejo; pero siempre que no lo hicieran atendiendo “sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno para distribuir los puestos a cubrir entre los distintos partidos”(STC 108/1986). Como el Tribunal, presidido por el gran Tomás y Valiente, no se fiaba demasiado de las Cortes, aconsejaba en esta misma sentencia la sustitución del sistema. Evidentemente, era un pío consejo, pues el abc de la política española dice que cuando ésta logra poner sus manos sobre una institución difícilmente va a soltarla. Y la prueba la ofreció el PP, que tanto se había opuesto a ese sistema de designación: en sus ocho años de gobierno solo se limitó a hacer un pequeño cambio (ahora las asociaciones proponen jueces a las Cortes); pero no hizo la reforma lógica de permitir que los jueces elijan a los miembros del Consejo mediante un sistema de representación proporcional, evitando así que la asociación mayoritaria lo monopolice, teórico objetivo de la reforma de 1985.
En todos los demás ámbitos de la función pública, el poder de designación de los políticos ha llegado hasta donde hace veinticinco años no solo no llegaba, sino que ningún partido político defendía que llegase: los Alcaldes tienen mucha más libertad que entonces para elegir al secretario que prefieran, los comités provinciales del PSOE influyen de manera decisiva en el nombramiento de los Delegados de la Junta, las Autonomías nombran a políticos sin especial preparación para dirigir los puertos, etc. Ya hace años que nadie se acuerda de que en Francia y otros países europeos los grandes gestores de los centros culturales públicos no cambian cada vez que cambia su superior político. En un país en que puede estallar una crisis política local por el nombramiento del Director del Museo taurino de Chiclana, sería un recuerdo inútil.
El Presidente del Consejo General del Poder Judicial ha inaugurado el año judicial pidiendo a los partidos que renueven este órgano de gobierno de los jueces, que está en funciones desde hace ocho meses porque el PP no quiere perder -en palabras de Mariano Rajoy- “la minoría de bloqueo”. La secretaria provincial de Málaga del PSOE, Marisa Bustinduy, ha pedido el cese del delegado de medio ambiente de la Junta en esa provincia por enfrentamientos internos en el partido socialista. El Alcalde popular de Granada, José Torres, ha cesado al Director-gerente de la Fundación Albaicín por ser un hombre de confianza del anterior concejal de Urbanismo, también militante del PP.
Mientras espero impacientemente a que me toque el turno en la librería de mi barrio para comprar por mi cuenta un par de libros de texto que quiero que mi hijo mayor pueda subrayar libremente, según aconsejaba la vieja pedagogía, mi memoria pasa de las noticias nacionales a las locales de este mes de septiembre sin mucho orden ni concierto. Todas éstas que he recordado y alguna más -como el cese del gerente de Visogsa, la muy bien gestionada promotora de la Diputación de Granada para poner a un ex-alcalde socialista- son las típicas noticias del mundo político que no llaman demasiado la atención. Sin embargo, movido por la nostalgia de cuando compraba para mí los libros de texto, recuerdo que hace veinticinco años las cosas no eran así. Antes al contrario: el PSOE y AP prometían que desde los Directores Generales hacia abajo se iba a profesionalizar toda la Administración Pública, muy pocos Presidentes de una Diputación se habrían atrevido a cesar a un reputado técnico para poner en su lugar a un correligionario y todos los partidos asumían como algo natural que los jueces y magistrados eligieran entre ellos a doce miembros del Consejo del Poder Judicial.
En 1986 el Tribunal Constitucional (cuando sus miembros todavía no se dividían inevitablemente entre las familias de los Conservadores y los Progresistas) admitía por unanimidad la constitucionalidad de la entonces reciente competencia de las Cortes para elegir a estos doce jueces del Consejo; pero siempre que no lo hicieran atendiendo “sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno para distribuir los puestos a cubrir entre los distintos partidos”(STC 108/1986). Como el Tribunal, presidido por el gran Tomás y Valiente, no se fiaba demasiado de las Cortes, aconsejaba en esta misma sentencia la sustitución del sistema. Evidentemente, era un pío consejo, pues el abc de la política española dice que cuando ésta logra poner sus manos sobre una institución difícilmente va a soltarla. Y la prueba la ofreció el PP, que tanto se había opuesto a ese sistema de designación: en sus ocho años de gobierno solo se limitó a hacer un pequeño cambio (ahora las asociaciones proponen jueces a las Cortes); pero no hizo la reforma lógica de permitir que los jueces elijan a los miembros del Consejo mediante un sistema de representación proporcional, evitando así que la asociación mayoritaria lo monopolice, teórico objetivo de la reforma de 1985.
En todos los demás ámbitos de la función pública, el poder de designación de los políticos ha llegado hasta donde hace veinticinco años no solo no llegaba, sino que ningún partido político defendía que llegase: los Alcaldes tienen mucha más libertad que entonces para elegir al secretario que prefieran, los comités provinciales del PSOE influyen de manera decisiva en el nombramiento de los Delegados de la Junta, las Autonomías nombran a políticos sin especial preparación para dirigir los puertos, etc. Ya hace años que nadie se acuerda de que en Francia y otros países europeos los grandes gestores de los centros culturales públicos no cambian cada vez que cambia su superior político. En un país en que puede estallar una crisis política local por el nombramiento del Director del Museo taurino de Chiclana, sería un recuerdo inútil.
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