Artículo publicado en la Revista del Domingo del Grupo Joly el 28 de octubre de 2007
El jueves 28 de octubre de 1982 fue un día soleado en Granada del que apenas pude disfrutar porque se me fue el tiempo en una mesa electoral actuando como interventor del PSOE. A cambio, sentí la alegría de participar en un proyecto político que era abrumadoramente respaldado por los españoles: el 48,34% de los votos, 201 diputados, 10 millones de votos. No ha vuelto a producirse una victoria de tal calibre en España y, desde luego, ningún resultado electoral ha vuelto a ilusionar a tanta gente como aquella noche. La foto mítica de Felipe González y Alfonso Guerra saludando desde una ventana del hotel Palace ha pasado a la historia como el símbolo de la nueva era política que comenzaba ese día. En buena medida, era también la foto que simbolizaba la culminación de la Transición pues el poder recaía por decisión popular en los herederos directos del bando republicano, de los perdedores de la Guerra Civil. La reconciliación, que con tanto empeño había defendido en solitario el PCE durante la Dictadura, había triunfado de la mejor forma posible: un socialista volvía a ser Presidente del Gobierno cuarenta y tres años después de don Juan Negrín y la derecha aceptaba democráticamente el resultado.
Con muy buen criterio, el Gobierno socialista centró su esfuerzo reformador en el futuro y apenas dedicó tiempo a revisar el pasado, que estaba normativamente resuelto con la Constitución de 1978, la Ley 46/1977 de Amnistía y la Ley 5/1979 de reconocimiento de pensiones y otras prestaciones sociales a favor de las viudas, hijos y demás familiares de los españoles fallecidos como consecuencia de la Guerra Civil. Así, apenas se aprobaron un par de leyes para ampliar los derechos de algunos colectivos injustamente olvidados, como la Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados a quienes durante la Guerra Civil formaron parte de las Fuerzas Armadas, Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República.
No sé si por una ironía del destino o por un golpe de justicia poética, el veinticinco aniversario de aquella victoria socialista llega casi el mismo día que el Pleno del Congreso tiene que votar la Ley de la memoria histórica, que se presenta a sí misma como una norma que quiere “contribuir a cerrar heridas todavía abierta en los españoles” y que es acusada, por sus opositores, justamente de abrirlas. Desde luego, como muy bien ha explicado Julia Navarro, ha logrado partir el corazón de muchos de nosotros: por un lado es imposible no aplaudir una ley que pretende (como dice su título oficial) reconocer y ampliar derechos en favor de quienes padecieron persecución durante la Guerra Civil y la Dictadura; pero por otro no se entiende bien cierta voluntad de ajuste de cuentas con el pasado que ha hecho decir a no pocos historiadores que la Ley invade su campo propio de reflexión.
Como no me gusta sentir esta situación esquizofrénica de tener una opinión y la contraria, llevo un tiempo dando vueltas a criterios objetivos que me permitan responder con un monosílabo a la pregunta de si considero necesaria o no esta ley, que tantos amigos me hacen en la inocente creencia de que los profesores de derecho constitucional tenemos más elementos de juicio que ellos mismos. Pero me temo que no paro de vacilar. Así, si atendemos a la razón democrática, no hay duda de que no se puede cuestionar una ley que cumple el requisito procesal de ser aprobada por la mayoría del Congreso, tal como exige la Constitución; pero enseguida tengo que añadir que si se pretende actualizar el consenso de la transición en este tema, entonces se necesitaría el voto favorable de los tres quintos de los diputados o por decirlo de forma directa, no puede haber consenso si la derecha no participa en el pacto. Desde el punto de vista técnico jurídico, hay artículos muy bien redactados, pero otros son de tan pésima factura que van a originar un buen número de pleitos con resultados imprevisibles. Por fortuna, algo si tengo claro: acabe como acabe la ley, ya nunca más una de las dos España volverá a helar el corazón de nuestros hijos. Y yo me voy con los dos míos a pasear en este agradable domingo otoñal.
El jueves 28 de octubre de 1982 fue un día soleado en Granada del que apenas pude disfrutar porque se me fue el tiempo en una mesa electoral actuando como interventor del PSOE. A cambio, sentí la alegría de participar en un proyecto político que era abrumadoramente respaldado por los españoles: el 48,34% de los votos, 201 diputados, 10 millones de votos. No ha vuelto a producirse una victoria de tal calibre en España y, desde luego, ningún resultado electoral ha vuelto a ilusionar a tanta gente como aquella noche. La foto mítica de Felipe González y Alfonso Guerra saludando desde una ventana del hotel Palace ha pasado a la historia como el símbolo de la nueva era política que comenzaba ese día. En buena medida, era también la foto que simbolizaba la culminación de la Transición pues el poder recaía por decisión popular en los herederos directos del bando republicano, de los perdedores de la Guerra Civil. La reconciliación, que con tanto empeño había defendido en solitario el PCE durante la Dictadura, había triunfado de la mejor forma posible: un socialista volvía a ser Presidente del Gobierno cuarenta y tres años después de don Juan Negrín y la derecha aceptaba democráticamente el resultado.
Con muy buen criterio, el Gobierno socialista centró su esfuerzo reformador en el futuro y apenas dedicó tiempo a revisar el pasado, que estaba normativamente resuelto con la Constitución de 1978, la Ley 46/1977 de Amnistía y la Ley 5/1979 de reconocimiento de pensiones y otras prestaciones sociales a favor de las viudas, hijos y demás familiares de los españoles fallecidos como consecuencia de la Guerra Civil. Así, apenas se aprobaron un par de leyes para ampliar los derechos de algunos colectivos injustamente olvidados, como la Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados a quienes durante la Guerra Civil formaron parte de las Fuerzas Armadas, Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República.
No sé si por una ironía del destino o por un golpe de justicia poética, el veinticinco aniversario de aquella victoria socialista llega casi el mismo día que el Pleno del Congreso tiene que votar la Ley de la memoria histórica, que se presenta a sí misma como una norma que quiere “contribuir a cerrar heridas todavía abierta en los españoles” y que es acusada, por sus opositores, justamente de abrirlas. Desde luego, como muy bien ha explicado Julia Navarro, ha logrado partir el corazón de muchos de nosotros: por un lado es imposible no aplaudir una ley que pretende (como dice su título oficial) reconocer y ampliar derechos en favor de quienes padecieron persecución durante la Guerra Civil y la Dictadura; pero por otro no se entiende bien cierta voluntad de ajuste de cuentas con el pasado que ha hecho decir a no pocos historiadores que la Ley invade su campo propio de reflexión.
Como no me gusta sentir esta situación esquizofrénica de tener una opinión y la contraria, llevo un tiempo dando vueltas a criterios objetivos que me permitan responder con un monosílabo a la pregunta de si considero necesaria o no esta ley, que tantos amigos me hacen en la inocente creencia de que los profesores de derecho constitucional tenemos más elementos de juicio que ellos mismos. Pero me temo que no paro de vacilar. Así, si atendemos a la razón democrática, no hay duda de que no se puede cuestionar una ley que cumple el requisito procesal de ser aprobada por la mayoría del Congreso, tal como exige la Constitución; pero enseguida tengo que añadir que si se pretende actualizar el consenso de la transición en este tema, entonces se necesitaría el voto favorable de los tres quintos de los diputados o por decirlo de forma directa, no puede haber consenso si la derecha no participa en el pacto. Desde el punto de vista técnico jurídico, hay artículos muy bien redactados, pero otros son de tan pésima factura que van a originar un buen número de pleitos con resultados imprevisibles. Por fortuna, algo si tengo claro: acabe como acabe la ley, ya nunca más una de las dos España volverá a helar el corazón de nuestros hijos. Y yo me voy con los dos míos a pasear en este agradable domingo otoñal.
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